martes, 15 de marzo de 2016

Ana Maria, Porfira y van Gogh: Capítulo 1




 (1)     

No deja de ser la vida una constante sorpresa, y un continuo aprendizaje.
            Se cree que ya se ha llegado a un punto en que, ni la sorpresa, ni el hallazgo van a ser una novedad. Se cree que ya se ha vivido todo, y que en ciertos momentos, ya no hay nada que pueda generar estupor o admiración. Los años parecieran que van endureciendo y, en cierta manera, como si la frialdad ante algunos o casi todos los acontecimientos, tuviese que ser la respuesta instintiva. Para muchos esa debería ser la muestra o el signo externo de la madurez que da los años. Una especie de impasividad, o porque, ya se ha vivido mucho, o porque así se tiene que actuar. Son clichés.
            Eso, por un parte. Y, por la otra, porque se vive recriminándose, ya que a ciertas alturas de la vida, se debe exigir ya un patrón de madurez, frente a todos los acontecimientos. Aparentar que ya se sabe todas de todas.

            El caso es que la vida da sorpresa como dice la canción de Rubén Blades. Y, qué bueno que la vida dé sorpresas.

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 2

 (2)     



 Todavía no eran las nueve de la mañana de ese día miércoles de comienzo de mes de febrero.
 Cada cual estaba en lo que estaba. Y los que estaban en donde deberían estar, por la lógica de los acontecimientos históricos personales, sentían que las cosas iban fluyendo con naturalidad; aunque, sin negar algunos pequeños contratiempos, que también son naturales, porque en eso consiste el transcurrir de una vida. Mientras que los que estaban en donde no deberían estar, como también es lógico, sufrían los reveses de todo acontecer; si no, de manera inmediata, la experimentarían en el transcurso de los días, porque todo se nos viene, ya por si, o ya por no; sea que estemos donde nos corresponde, o estemos desubicados, porque no nos corresponde, ni el sitio, ni el lugar, ni el tiempo. Pero, ya lo dice el refrán español, de que “cada cual,  con su cadaunada”.
Algunos estaban donde estaban, porque les correspondía. No porque lo hubiesen elegido así; sino, porque no habían tenido escogencia o alternativa. Aunque, tampoco se podía negar que, igualmente, podrían no estar, o por rebeldía, o por cansancio, o por cualquiera otra razón. Otros estarían en lo que deberían estar, sintiendo la fuerza de la obligación, y aún así, se beneficiarían, porque era donde tendrían que estar. Otros, por el contrario, aún haciéndose rebeldía y tras lucha interna, estarían donde estarían, sin quererlo, pero asumiéndolo con naturalidad, y, aunque, pareciese ilógico, con alegría.
Este era el último caso. Un pequeño grupo de pacientes se daban cita en la pequeña sala de espera del hospital, aguardando que los llamaran por nombre y apellido para disponerse a lo que iban en esa mañana. Un adolescente de unos quince años, con la cabeza semi-rapada y con un tapa-boca azul, hablaba con desenvoltura con su madre, y con una señora de color oscura bastante bien definida. De vez en cuando salía de su pecho un sonido ronco que revelaba que, además de lo que se adivinaba que tendría por lo rapado de su cabeza, comenzaba a tener pequeñas complicaciones con sus pulmones; tal vez, como consecuencia de lo mismo que era de suponer que tenía. El hecho de estar en ese piso del hospital, y en esa sala a la espera del visto bueno o de alguna otra noticia de su médico tratante, llevaban por lógica de lugar, espacio y tiempo  a suponer que tendría problemas hematológicos. No era otro el lugar, ni el espacio que llevaran a pensar lo contrario. Alguna complicación con la sangre habría de tener. Todo así lo indicaba.
Las conversaciones entre la madre, el muchacho y la señora de color, iban llevando a que sería tratado en el piso 7 del hospital; y ese lugar no era, sino el lugar de los pacientes de hematología. De hecho, el muchacho había sido diagnosticado de leucemia, y estaba esperando la orden de hospitalización de su médico. Ya tenía la almohada y la ropa de cama consigo y una maleta mediana de viaje repleta, y parecía tomárselo muy a la ligera, como si estuviese en un terminal de autobuses para disponerse a un viaje. La madre se veía preocupada y su entrecejo con su mirada escudriñadora buscaba una explicación de madre que sufre por su hijo enfermo. El muchacho, por el contrario, se le veía deportivamente tranquilo. Tal vez su inocencia le favorecía a ver todo como nuevo y novedoso. 
La señora de color hablaba de su hija de 14 años que estaba en el piso 7, recibiendo tratamiento para su leucemia. Hablaba de sus otros hijos, pero decía que su hija la necesitaba y que no se movería para nada del hospital. Ese era su lugar. Su hija la necesitaba. Hablaba con una naturalidad pasmosa y con un dominio aterradoramente impresionante. Parecía que era de un vecino o de un tercero que estuviese hablando, y no de su hija. Tal vez, sería una coraza.
La mamá del muchacho le había extendido una bolsa de papel a la señora de color. Le había traído desayuno. Por la confianza y por el detalle del desayuno se pensaba que ya estaban diestras en esos menesteres de hospital, y que ya estaban al tanto de sus situaciones. La señora de color tomó su desayuno y pellizcó un trozo de empanada, e iba comiendo, mientras seguía su conversación.
La enfermera de turno estaba atareada en sus labores, y a pesar de que era bastante temprano, se le veía agotada. Estaba poco conversadora y su saludo había sido elemental.
El médico ya había llegado y estaba atendiendo en su pequeño consultorio. Su presencia era buena señal, tanto para los pacientes como para la misma enfermera. Todo podría comenzar su rutina, sobre todo, el de comenzar a colocar los respectivos tratamientos de los que habían ido esa mañana a eso, porque les correspondería en tiempo, lugar y espacio. Era lo que era. No era de otra. Cada cual en su tiempo y lugar.
En ese transcurso de ubicaciones históricas, llegaron dos muchachas. Saludaron a la enfermera, de manera muy sonriente, y saludaron a la señora de color. Se quedaron de pie. Iban respondiendo al cuestionario de rutina de todo saludo inicial y de interés recíproco y mutuo de un saludo fraterno y sentido. Las dos muchachas se reían de todo. A cada respuesta la acompañaban con una sonrisa. Las dos eran flacas. Una de ellas era un poco más pequeña y su color era un poco pálido.

Una de las dos muchachas se quedaría. Iba por su respectivo tratamiento. Había tenido una crisis y llevaba todo lo que iba de la semana en ir y venir al hospital. Ahora estaba mejor, y por poquito no se había quedado hospitalizada el día anterior. Venía a cumplir la parte que le faltaba. Estaba contenta por eso. Y se reía. De todo se reía.

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 3

(3)       


En esa misma sala de espera del hospital estaba, entre otros, un señor delgado de color café oscuro. Su contextura y su altura le daban una elegancia natural. Había ido toda la semana, y ya era jueves ese día, para recibir transfusión de sangre por su problema. Esta vez tampoco la recibiría. Se hallaba en un gran problema y era que no había traído donantes para cubrir y ayudar a abastecer el banco de sangre del hospital. Estaba en su obligación de buscar donantes. Tal vez vendría al día siguiente con ellos. Así se maneja esas realidades. Porque hay que reponer. Por eso se llama banco de sangre. Y en todo banco, hay que meter para después sacar, porque de lo contrario no habrá ahorros. Es así. No hay de otra. C’est la vie! (así es la vid).
Estaba conocedor de esa verdad y realidad. No alegaba absolutamente nada. Reconocía que así era. Cada cual con su cadaunada.
La señora de color, que hablaba y comía al mismo tiempo, estaba indicando que tenía que ir a buscar suero, y que el día anterior había recorrido medio hospital para ingeniárselas con algunas unidades de este vital medicamento en la aplicación del tratamiento de su hija, que no puede faltar, ya que por ahí es que se coloca toda la medicina; además, de permitir el suficiente lavado de las venas y todo su recorrido del veneno que supone y es todo el químico que se encarga de hacerle la batalla a ese tipo de enfermedades. Una muchacha que estaba junto a ella, en su lado izquierdo, y que también era paciente, dijo tener una botella de suero, y buscando en su bolso, sacó un envase de plástico que contenía lo que necesitaba la señora para su hija, y se lo extendió. La señora lo tomó, y le dio las gracias, mientras seguía comiendo y hablando.
El señor delgado seguía sentado en la sala de espera. Tal vez, estaría pensando a quiénes les pediría que fuesen sus donantes. Quizás, que volviesen a ser donantes otra vez. O, a lo mejor, hasta pagarle para que lo fueran. O buscar otros. No era situación fácil y bonita para él. Su mundo era su mundo. Quizás por eso se había quedado como sembrado en la silla de la sala de espera, porque al regresar a su realidad de afuera, las cosas fuesen como ahora. Tal vez peor. La enfermera había sido tajante y exigente. Él la comprendía. Por eso, y por muchas cosas más, de seguro, se quedaba callado. Quizás muy preocupado, y más todavía, pensativo. Nadie de los que estaban en ese momento en la sala de espera le dio la oportunidad de explicarse o de, por lo menos, gritar. Lo peor es, que nadie se percató de que su silencio era arrollador y atornillador, para ahondarle más su situación y su enfermedad, que en ese momento, le estaba asomando la posibilidad más cercana del fin; y todo a través de un túnel sin luces, o con muy pocas que le indicaran que había una salida. Simplemente habló con el otro señor que estaba esperando en el otro extremo del juego de tres sillas dispuestas para servir de acomodo y de descanso en la espera impaciente de paciente de hospital. La silla de en medio estaba vacía. Las sillas eran de color negro y eran un juego de tres, haciendo una mole difícil de mover y de arrastrar por una sola persona. Las sillas tenían huequitos.
Hablaron los dos señores. El otro se enteró de la situación. Le comentó que era difícil. El señor delgado no hizo gesto ni palabras de lamento ni de queja. No habló mal de la enfermera. Tampoco del hospital. Muchos menos, habló ni se quejó de su estrella ni de su suerte. Tenía gallardía. Tal vez mucho orgullo. No se le veía lo tanto que tenía por la gallardía elegante que reflejaba. Se pasó la mano derecha por la cara, como para tomar con ella toda la situación en sus manos y asirla, para sujetarla y estrangularla al mismo tiempo; o para espantar con ese gesto la mala noticia de regresarse sin la sangre que le aseguraría unos días más de tranquilidad. Habría que esperar al día siguiente, y no era mucho lo que se podría hacer, ya que sería viernes, y vendría el fin de semana, y no se podría traer los donantes, en caso de encontrarlos y que quisiesen venir a darle una mano amiga en solidaridad con sangre. Para ello tendría que pagarles, como mínimo el pasaje de ida y de vuelta, y también el desayuno después de la sacada de la sangre; hasta, no se descartaría el almuerzo. La cosa no estaba bonita para él. Era mejor que gritara, que formara un escándalo en el pasillo, que llorara, que maldijera su mala estrella. La enfermera había sido clara y precisa, y le había recordado que tenía que traer donantes. Ese era el problema.
La silla de en medio seguía vacía.
Las dos muchachas que habían llegado seguían de pie, semi-recostadas en la pared. La más alta de las dos se reía. A cada respuesta de lo que conversaba le acompañaba una sonrisa.

Casi todos tenían los ojos fijas en las dos muchachas. También el señor delgado, a pesar de que no tenía los donantes. Ellas en todo caso, también tenían una situación complicada.

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 4

 (4)       



Las dos muchachas hablaron entre sí. Se pusieron de acuerdo. Miraron sus relojes y decidieron la hora en que se volverían a ver en esa misma mañana. Antes de que una de ellas se fuera, la otra, la que se reía de todo, saludó con la mano moviendo los dedos de manera cariñosa y graciosa al otro señor que estaba en unos de los juegos de tres sillas, y donde había estado el señor delgado, que ya se había levantado y se había ido, no sin antes darle un apretón de manos a su interlocutor de turno en la sala de espera, de esa mañana.
El apelado e interpelado en el saludo, dudó en un momento de que el saludo de la muchacha reílona, fuese con él. Sin embargo, hizo un gesto de aprobación y de correspondencia al saludo que le dirigía, con un gesto y movimiento de cabeza. La muchacha volvió a reír y su sonrisota iluminó toda la sala de espera. Él no la recordaba. Su cara no le era familiar. No la conocía. Era la primera vez que la veía. Pero, si ella lo saludaba como lo estaba saludando, habría de ser que se habrían encontrado en alguna otra vez. Él sonrío. Pero fue una sonrisa tímida. Ella volvió a repetir el saludo con la mano, jugando con los dedos de manera familiar y un poco infantil, sin omitir otra sonrisa que le dejaba mostrar sus dientes blancos y bien dispuestos, y que le daban una gracia especial.
-- Yo tengo su catéter – dijo ella, desde la distancia que los separaba del señor a quien saludaba y con quien iniciaba un intercambio. Ella hizo ademán de mostrar en el lado derecho de su costado el catéter, al que hacía referencia. Y volvió a acompañar con aquel gesto otra sonrisa, a las muchas que ya había prodigado en la sala, en aquellos escasos minutos de su presencia y permanencia.
-- Ah, ¿si? – dijo con torpeza, sin saber en concreto de qué estaba hablando, aunque tenía una remota idea, desde donde estaba sentado, el señor.
-- Sí…. Sí… dijo ella, sin faltarle la bonita sonrisa.
Entonces, él le señaló la silla que estaba vacía junto a él, para que ella se sentara. Ella no se hizo esperar y se dirigió espontáneamente hacia la silla, para sentarse.
-- Ella es mi hermana – le dice al señor, mientras que la hermana daba un giro hacia la parte trasera del juego de sillas de tres. Se dieron la mano. Y la hermana se despidió de la que se había sentado, y se retiró.
La muchacha comenzó a contar la historia del catéter. Él comenzó a entender. Ella era la heredera de su catéter, decía. Y lo acompañaba todo con sonrisas. Él la miraba y de vez en cuando preguntaba esto o aquello para ubicarse un poquito en el mundo de su interlocutora, que se veía que estaba muy a gusto, mientras esperaba que la llamaran para la parte del tratamiento de los dos días anteriores.

Él también esperaba por su momento.

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 5

 (5)       


-- Y, ¿usted qué tiene? – preguntó él cuando consideró que era oportuno hacer la pregunta.
-- Porfiria, contestó ella – sin dejar de sonreír de todo y por todo.
Ella comenzó a contar en qué consistía. Y comenzó, igualmente, a contar las crisis de porfiria, de las crisis que ella sufría, y cómo es el tratamiento, como también en dónde producen la medicina, y desde cuándo.
Las emociones fuertes le generan crisis. Ya porque se ría mucho; ya porque se ponga triste. Igual le da crisis de porfiria.
-- No se vaya a reír mucho – dijo él, en forma de chiste y de broma, pero un poco asustado, que tuviese que presenciar una de sus crisis.

Ella siguió hablando. Él la observaba, mientras esperaban que los llamaran por separado a la sala donde les colocarían sus respectivos medicamentos.

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 6

 (6)       


En la sala de adentro estaban dispuestos cuatro sillones grandes de color marrón. Cada sillón tenía la facilidad de hacer de poltrona para descansar los pies y estirarse como si fuese una cama. Eso facilitaba el tiempo que se pasaba en esa sala, que por lo general, era un promedio de una dos o tres horas, o algunas veces hasta cuatro, que duraba la administración intravenosa de los tratamientos. Los que iban a ser transfundidos duraban más poco tiempo. A veces la salita estaba repleta, y algunos esperaban su turno en el pasillo, en una misma mañana. La enfermera estaba al pendiente de todo, comenzando por cualquier reacción de alguno de los pacientes, como de la administración por separado de cada uno de los procedimientos médicos. Salía a cada momento y volvía a entrar. Iba y llevaba informes, ya verbales, ya escritos al médico hematólogo en su oficina. Atendía y asesoraba a los familiares de los pacientes nuevos que esperaban en los pasillos. Cada vez eran nuevas las caras, porque eran nuevos los que padecían esto o aquello, en relación con deficiencias o inconvenientes con sus sistemas sanguíneos. Ella no comenzaba hasta que no llegara el médico tratante que era uno solo para tanta gente. A veces, el médico se veía muy agotado.
Esa mañana fue llamado primero el señor con quien conversaba la muchacha, la de la sonrisa, y la de la porfiria.
El señor tenía fama de ser cobarde a la hora de buscar la vena para el paso del tratamiento. Cuando sentía el pinchazo de la aguja buscando la vena, se retorcía en su asiento. Las enfermeras pasaban trabajo cada vez que tenían que aplicarle la quimio, por esa misma razón. No solamente era temor fundado, sino que sus venas casi desaparecían en sus brazos, a la hora del pinchazo. Una vez, solamente en su brazo izquierdo le habían hecho diez y ocho agujeritos, y no habían conseguido hacer la conexión necesaria para aplicarle el tratamiento. Habían intentado en su brazo derecho, y después de otros pinchazos más, habían decidido buscar una enfermera amiga que trabajaba con niños, para que viniera a buscar la vena, que había sido conseguida en la parte superior del brazo, a la altura del músculo de fuerza. Era famoso por esa peculiaridad y característica. Las enfermeras lo tomaban como un reto, y como una victoria, el día en que el señor no diera qué hacer con las venas. Eso explicaba la historia del catéter, del que la muchacha se consideraba la heredera, y que por más que le habían insistido los médicos, no había querido colocarse. Sus brazos tenían sus venas muy atrofiadas por el tratamiento de las quimioterapias; pero, aún así, se había resistido a la instalación del susodicho catéter. La sola idea de colocarse esa especie de guaya hueca por la parte del cuello hasta llegar casi al corazón, le aterraba. No soportaba el pensamiento ni la idea de someterse a tanto sufrimiento. Prefería sufrir con los pinchazos en los brazos, muy a pesar de todo.
Esa razón y ese conocimiento habían llevado a la enfermera de tomar la iniciativa de llamar al señor, de primero. Una vez sentado en su sillón, la enfermera mientras le tanteaba el brazo derecho, y el señor le indicaba cuál lugar del brazo era mejor, la enfermera le había comunicado sus temores respecto a sus venas. Se rieron. El señor sintió un poco de vergüenza, por su fama; pero así eran las cosas respecto a sus brazos. Una vez ya conseguida la vena e instalada la respectiva vía, comenzaron los medicamentos preventivos. La enfermera, entonces, salió a llamar a la muchacha para su debido proceso.
La muchacha entró con soltura y desenvolvimiento, pues ya conocía el lugar. Se dirigió al sillón que daba hacia la ventana y se sentó en él. Se acomodó lo mejor que pudo, mientras que la enfermera arrastraba hacia el sillón de la muchacha un soporte preparado para sostener los envases en donde colocaría la medicación.
Todo el resto fue fácil para la muchacha, que no necesitaba del tanteo en la detención de la vena apropiada, ya que por el catéter que tenía instalado hacia la clavícula derecha, un poco más abajo, por ahí recibiría la dosis prescrita para ese día. Todo fue conectado, como enganchando una manguera con una tubería predispuesta para ello. Era cuestión de colocar manguera con manguera.
La muchacha y la enfermera conversaban amenamente. Hablaron del día anterior, y de lo mejor que estaba ahora. Se rieron. No podían faltar las sonrisotas de la muchacha. El señor no decía nada, solamente miraba todo el procedimiento.
Todo siguió su curso. Estaban todos los que eran. Y eran todos los que estaban.
Al cabo de unos siete o diez minutos, tal vez, el señor por invitación y sugerencia de la enfermera se cambió de sillón, junto al de la muchacha, hacia el lado derecho suyo. Los dos iban conversando, mientras tanto.
La enfermera les encomendó a los dos de estar pendientes uno del otro, de cuidarse mutuamente, y de que ante cualquier inconveniente con la fluidez del los líquidos que ya ambos estaban recibiendo, que avisaran, para intervenir inmediatamente.
El señor había escrito un mensaje de texto y lo había mandado a algunos de sus amigos. Era un chiste. Pidió permiso a la enfermera para mandarle el mensaje que había escrito a ella. La enfermera había asentido, y el tono de su teléfono le anunciaba que estaba llegando un nuevo mensaje. La enfermera se metió la mano en su bata blanca de enfermera para atender el mensaje, y soltó ruidosamente una carcajada.
-- Mándeselo a ella--  a la muchacha que estaba en el sillón, al lado de la ventana -- sugirió la enfermera. La muchacha dijo de por favor, que sí, que se lo mandara. Entonces, el señor le pidió el número de su celular y mandó el mensaje.
La muchacha volvió a reír. Nunca dejaba de sonreír. Pero esta vez su carcajada había sido larga y festiva. El señor y la enfermera se miraron al disfrutar y ver que ella todo lo celebraba. Ella lo contagiaba todo con su bonita simpatía.
-- ¿Ese chiste es creación suya? – preguntó la muchacha en medio de las carcajadas.
-- Pues… contestó el señor.

Y todo comenzaba.