martes, 15 de marzo de 2016

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 3

(3)       


En esa misma sala de espera del hospital estaba, entre otros, un señor delgado de color café oscuro. Su contextura y su altura le daban una elegancia natural. Había ido toda la semana, y ya era jueves ese día, para recibir transfusión de sangre por su problema. Esta vez tampoco la recibiría. Se hallaba en un gran problema y era que no había traído donantes para cubrir y ayudar a abastecer el banco de sangre del hospital. Estaba en su obligación de buscar donantes. Tal vez vendría al día siguiente con ellos. Así se maneja esas realidades. Porque hay que reponer. Por eso se llama banco de sangre. Y en todo banco, hay que meter para después sacar, porque de lo contrario no habrá ahorros. Es así. No hay de otra. C’est la vie! (así es la vid).
Estaba conocedor de esa verdad y realidad. No alegaba absolutamente nada. Reconocía que así era. Cada cual con su cadaunada.
La señora de color, que hablaba y comía al mismo tiempo, estaba indicando que tenía que ir a buscar suero, y que el día anterior había recorrido medio hospital para ingeniárselas con algunas unidades de este vital medicamento en la aplicación del tratamiento de su hija, que no puede faltar, ya que por ahí es que se coloca toda la medicina; además, de permitir el suficiente lavado de las venas y todo su recorrido del veneno que supone y es todo el químico que se encarga de hacerle la batalla a ese tipo de enfermedades. Una muchacha que estaba junto a ella, en su lado izquierdo, y que también era paciente, dijo tener una botella de suero, y buscando en su bolso, sacó un envase de plástico que contenía lo que necesitaba la señora para su hija, y se lo extendió. La señora lo tomó, y le dio las gracias, mientras seguía comiendo y hablando.
El señor delgado seguía sentado en la sala de espera. Tal vez, estaría pensando a quiénes les pediría que fuesen sus donantes. Quizás, que volviesen a ser donantes otra vez. O, a lo mejor, hasta pagarle para que lo fueran. O buscar otros. No era situación fácil y bonita para él. Su mundo era su mundo. Quizás por eso se había quedado como sembrado en la silla de la sala de espera, porque al regresar a su realidad de afuera, las cosas fuesen como ahora. Tal vez peor. La enfermera había sido tajante y exigente. Él la comprendía. Por eso, y por muchas cosas más, de seguro, se quedaba callado. Quizás muy preocupado, y más todavía, pensativo. Nadie de los que estaban en ese momento en la sala de espera le dio la oportunidad de explicarse o de, por lo menos, gritar. Lo peor es, que nadie se percató de que su silencio era arrollador y atornillador, para ahondarle más su situación y su enfermedad, que en ese momento, le estaba asomando la posibilidad más cercana del fin; y todo a través de un túnel sin luces, o con muy pocas que le indicaran que había una salida. Simplemente habló con el otro señor que estaba esperando en el otro extremo del juego de tres sillas dispuestas para servir de acomodo y de descanso en la espera impaciente de paciente de hospital. La silla de en medio estaba vacía. Las sillas eran de color negro y eran un juego de tres, haciendo una mole difícil de mover y de arrastrar por una sola persona. Las sillas tenían huequitos.
Hablaron los dos señores. El otro se enteró de la situación. Le comentó que era difícil. El señor delgado no hizo gesto ni palabras de lamento ni de queja. No habló mal de la enfermera. Tampoco del hospital. Muchos menos, habló ni se quejó de su estrella ni de su suerte. Tenía gallardía. Tal vez mucho orgullo. No se le veía lo tanto que tenía por la gallardía elegante que reflejaba. Se pasó la mano derecha por la cara, como para tomar con ella toda la situación en sus manos y asirla, para sujetarla y estrangularla al mismo tiempo; o para espantar con ese gesto la mala noticia de regresarse sin la sangre que le aseguraría unos días más de tranquilidad. Habría que esperar al día siguiente, y no era mucho lo que se podría hacer, ya que sería viernes, y vendría el fin de semana, y no se podría traer los donantes, en caso de encontrarlos y que quisiesen venir a darle una mano amiga en solidaridad con sangre. Para ello tendría que pagarles, como mínimo el pasaje de ida y de vuelta, y también el desayuno después de la sacada de la sangre; hasta, no se descartaría el almuerzo. La cosa no estaba bonita para él. Era mejor que gritara, que formara un escándalo en el pasillo, que llorara, que maldijera su mala estrella. La enfermera había sido clara y precisa, y le había recordado que tenía que traer donantes. Ese era el problema.
La silla de en medio seguía vacía.
Las dos muchachas que habían llegado seguían de pie, semi-recostadas en la pared. La más alta de las dos se reía. A cada respuesta de lo que conversaba le acompañaba una sonrisa.

Casi todos tenían los ojos fijas en las dos muchachas. También el señor delgado, a pesar de que no tenía los donantes. Ellas en todo caso, también tenían una situación complicada.

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