martes, 15 de marzo de 2016

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 7

(7)       



-- Cuénteme algo – pidió la muchacha.
El señor no quería conversar mucho. El tratamiento preventivo, sobre todo el antialérgico lo estaba adormeciendo, y hacía lucha por no dormirse; pero si de él hubiese dependido le hubiera pedido que lo dejara dormir…
-- No se vale dormir… No se puede dormir -- le dijo ella. Tenía ganas de conversar.
Él comenzó a hacer el esfuerzo. Procuraba abrir más los ojos, pero sus párpados se cerraban solos. Él preguntó sobre la enfermedad de ella, para preguntar cualquier cosa. Ella comenzó a contar, y de vez en cuando, le decía que no se podía dormir. No quería pasar como descortés y él haría todo el esfuerzo para acompañarla.
La enfermera daba sus vueltas y preguntaba si todo iba bien. En una de esas vueltas, se estuvo un poco más. Y por casualidades o coincidencias, la muchacha se quejó de un dolor en el pecho, en esa vez que la enfermera se había quedado. La enfermera sin pensarlo dos veces, salió de prisa a buscar al médico para contarle la inspectiva novedad con la muchacha, después de haber detenido el goteo de la medicina vía intravenosa. Entraron juntos el médico y la enfermera.
-- ¡Tómele la tensión, por favor! – indicó el médico. Así lo hizo de inmediato la enfermera y comprobó, e igual informó al médico, que se mantenía parado frente al sillón de la muchacha, que estaba muy baja. Dijo las medidas que indicaban el aparato medidor, después de escuchar por el estetoscopio que tenía pegado a sus oídos.
-- Aplíquele… – y dijo el nombre de la medicina. La enfermera no se hizo de rogar y se dirigió al estante donde guardaba sus pertrechos y medicamentos, fue directamente a una caja repleta de inyecciones, sacó una botellita de vidrio contentiva del medicamento indicado; buscó una inyectadora, metió la aguja punzante en la cabeza de la botellita, volteada cabeza abajo, y comenzó a sacar su milagroso líquido, que estaba ahí para hacer maravillas y salvar vidas. El médico seguía hablando, y en ese momento le estiró la mano izquierda al señor que estaba al lado del sillón de la muchacha. El señor y el médico se dieron la mano de manera deportiva y cariñosa. El señor no decía nada, solamente miraba todo lo que estaba pasando. De vez en cuando miraba a la muchacha, y ella seguía riéndose. Y él no entendía, si en verdad estaba como decían que ella estaba, porque no hacía y no daba rastros externos de dolor, solo se reía.
La enfermera se acercó al sillón de la muchacha, y se puso en medio entre el sillón del señor y el sillón de la muchacha. El señor de momento pensó que se trataba de que él no viera cuando le colocaran la inyección a la muchacha.
El médico, por su parte, seguía hablando.
-- Ahí está ella, haciéndose la guapa, para que no la hospitalice – dijo el doctor.
-- Si… ella es pura risa – apuntó de inmediato la enfermera, mientras iba colocando por el catéter la inyección prescrita y administrada de ipso facto, sin pérdida de tiempo. La muchacha seguía riéndose.
-- Ahí, donde está – continuó el comentario el médico – está que no soporta el dolor. Yo la conozco cuando ella tiene dolor. Se le arruga un poquito la frente. Mírela… Mírela…
El señor miraba callado, y sonreía con algo de nerviosismo. La muchacha, de hecho, tenía la frente un poquito arrugada, pero seguía riéndose. Los ojos del señor bailoteaban de aquí para allá, como intentado encontrar una explicación. Miraba al médico que hablaba con tanta propiedad, soltura y dominio de la situación. Miraba la espalda de la enfermera que estaba administrando la medicina extra a la muchacha. La muchacha hablaba con la enfermera, e igualmente, reía.
Pasaron algunos minutos. El médico seguía de pie, y se apoyaba en el colgadero de hierro donde se colocaban los tratamientos para su circulación a los pacientes. El médico se dirigía al señor y conversaba con él, pero hablaba de la muchacha. Tal vez, sería un recurso de médico experimentado ya en esos menesteres de emergencia, con esa postura para dar confianza a los pacientes, y para tener absoluto domino de todo, sin descartar algo de preocupación e inquietud de que las cosas en ese momento, para la muchacha, no pasaran a mayores. Podría sufrir un infarto, y entonces, ese momento se convertiría en una sencilla y declarada emergencia; cosa que complicaría realmente todo. Eso supondría, por lo inmediato, salir cargando en brazos a la muchacha para las instalaciones de la propia emergencia del hospital, para aplicar todo lo concerniente a una situación crítica y altamente peligrosa. Se complicaría todo.
La muchacha fue reaccionando bien. Seguía riéndose y seguía hablando. Volvieron a tomarle la tensión. Ya todo estaba controlado. Había vuelto a la normalidad.

El médico se retiró de la sala, pero antes le tocó los pies en un gesto amigable y cariñoso al señor, que no decía nada. No estaba para dar opiniones, ni las hubiese dado si se la hubiesen pedido, porque estaba asustado. Miraba a la muchacha y ella seguía riéndose de todo y por todo.

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