martes, 15 de marzo de 2016

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 10

(10)       

En el epistolario que había mantenido Vincent van Gogh con su hermano Théo, se encontraba un gran testimonio del sufrimiento del pintor. En sus cartas, el pintor iba perfilando su propia biografía, y sus cuadros y pinturas tienen que ser vistos simultáneamente con las maravillas y profundidades de ese epistolario, en el que, entre otras cosas, resaltaba la idea de que hay que encontrar bello todo lo que se pueda; ya que  la mayoría no encuentra nada suficientemente bello (cfr. Cartas a Théo, Londres, enero de 1874).
Esa mañana el señor y la muchacha estaban entretenidos. Encontraron un tema común: hablaban de libros y de algunos autores. Él le hablaba en específico de un autor, y le exponía en resumen las ideas del libro del que hablaban. Ella estaba divertidamente entretenida y fascinada por las ideas que iba escuchando. Sus ojos brillaban de un brillo especial. Y ahora sus carcajadas eran más bulliciosas y prolongadas. La enfermera lo comprobaba de vez en cuando en algunas de las entradas que hacía a la sala. La enfermera disfrutaba ver a la muchacha y escuchar sus carcajadas. Era evidente que la muchacha la estaba pasando muy bien. La muchacha se había acomodado de costado, hacia su lado derecho del sillón, y había asumido una postura casi acurrucada. Había subido las piernas casi a la altura de su pecho, y había colocado su mano derecha debajo de su cara, como para servir de soporte, en la escucha atenta y coloquial de esa mañana. Intervenía e interrumpía con comentarios acertados, acompañados de las interminables carcajadas y sonrisas. Se mezclaban las carcajadas y las sonrisas, y no se sabía precisar cuándo eran unas y cuándo las otras, como para diferenciarlas e identificarlas. En esos momentos, en ella, todo era una misma expresión festiva.
Antes de entrar y de estar en esas alturas del momento, ella había hablado de otro paciente, con quien se había generado un feeling especial. Este paciente había muerto, y ella lo recordaba con mucha nostalgia. A ella se le habían humedecido los ojos al hablar de su compañero de curriculum hospitalario. Había existido un amor no manifestado, pero si reconocido en su pecho de mujer joven y sedienta de complementariedad existencial en la que su situación no fuese un impedimento para sentir que sentía y existía. Ese joven le había hecho sentir el sonrojo en la cara ante la fascinación enigmática y hechizante de su presencia masculina; y le hacía sentir que ella miraba con timidez, pero con algo de gracia femenina, al saberse descubierta en su mirada que necesitaba ser desenmascarada para aflorar sentimientos y sensaciones mayores de las que ya estaba sintiendo cada vez que lo veía o pensaba en él. Mientras ella iba contando del muchacho, un suspiro entrecortado le tenía la respiración agitada. Sus ojos brillaban de manera especial.
El señor, por su parte, miraba con ternura aquella mirada enamorada y sentía una especie de alegría recóndita por ella que había experimentado las dulzuras de un amor, tal vez correspondido. Ella había hablado del muchacho y recordaba que él también se ponía nervioso cuando se veían. Ella reconocía una especial atracción por él. Quizás no tuvieron tiempo de manifestarse sus emociones y de vivirlas. Los suspiros y la manera de hablar de la muchacha indicaban que no se habían dado la oportunidad de aflorar sus sensaciones y verdades. Había una especie de lamento por eso no vivido a su debido tiempo, cuando se habían dado los lugares y los momentos, para trascender sus tiempos y volar con la rapidez del viento y suspenderse en la eternidad de los sentimientos acoplados, tomados en un sinfín de sincronía existencial, para permitirse el derecho y el deber de encontrar la felicidad en sus oportunos y justos aconteceres de dos vidas engranadas en una misma rueda de molino, girando en torno a un mismo objetivo y sentido, para encontrar razón al girar y girar del mismo recorrido, tal vez rutinario, pero extasiante del momento especial, descubierto e iluminado por la luz de los corazones que se entienden con el lenguaje de las vibraciones del sentimiento, para lo que necesita la temporalidad y la materialidad de los cuerpos.
Ella se había enamorado. Sus recuerdos y sus detalles referidos del muchacho llevaban a presagiar que así había sido. Quedaba la tristeza de no haberlo comunicado; y con algo de certeza intuitiva en la piel de mujer que percibe esas vibraciones con sensores ultrasensibles, no medibles ni cuantificables por otros medios, que los mismos que el cerebro y la naturaleza ha prodigado de manera tan exquisita y peculiar, que llevaran a pensar que cuan sabio había sido el artífice en la creación y en su constante evolución en el tiempo, que había colocado todo como lo ha hecho, sin dejar nada al azar o a la casualidad; pero que en su caso, había quedado represado como en caudal a punto de rebasar por sus límites, y dar soltura a lo que contenía. Sentía una especie de pequeña frustración. El muchacho se le había ido, y tal vez, eso le hacía sufrir, porque se había ido y no lo habían hablado. Se sentía en deuda, y pensaba en lo profundo de su sentimiento de mujer enamorada que había desaprovechado el tiempo, por escrúpulos absurdos, o por temor a abrir su corazón, aún así no hubiese sido posible consumar su amor en lo físico; pero, estaba sintiendo la necesidad de haberlo dicho, y también de haberlo escuchado; y ya eso hubiese sido suficiente, aunque no bastante. Hablaba del muchacho con ternura.
La vida está constituida de los pequeños y constantes trazos que de ella vamos dejando en el camino en el historial personal e individual. Los pasos de ayer, marcan y definen los del hoy, para, igualmente, preconfigurar los del mañana en una eterna cadena que no se rompe. El mañana lleva la semilla ya germinada y madurada en el hoy en continuidad. Lo vivido ha de ser vivido sin reproches, sin malgastar las fuerzas de la vida que nos impela a vivir cada momento a pleno pulmón; para vivir el siguiente instante en la misma intensidad. La vida no da segunda oportunidades, sino la oportunidad inmediata de la inmediatez de lo presente, sin proyecciones ni hacia atrás, ni hacia adelante. O es; o no es. Las medias tintas manchan la perpetuidad del presente que nunca acaba, sino cuando acaba el tiempo para un determinado ser, al que se le acaba el espacio y el lugar, para pasar a otra dimensión totalmente nueva en esa tridimensionalidad del existir, en donde todo depende del lado del enfoque que se mire ese mismo hecho, ya de frente, o de lado, o en perspectiva; pero que no es sino determinado por el lado en que se mire la misma verdad, en dimensiones o en degradaciones en colores combinados, para, igualmente experimentar que nada es como se ve, o como aparenta ser, porque en el siguiente instante se cambia de enfoque y de ángulo; e, igual, con ello, se cambian las comprensiones, para hacer más compleja la relatividad de lo que se piensa, se siente y se quiere; y comprender que nada es más vulnerable que la cambiabilidad de las circunstancias en una esfera que nunca acaba de moldear, porque nunca tiene una figura estable, como cambia la luz con sus variados matices, para vivir en un eterno cansancio de cambios, que liberan profundamente el alma y la desatan de prejuicios y de normas, que en nada ennoblecen y enriquecen, sino que encasillan a unos y a otros en posiciones absurdas de posturas a veces infranqueables por la riqueza de la experiencia del tú, como la única experiencia válida que permanece, aún por encima de patrones y prejuicios.
Ciertamente cosas de locos que no buscan asirse, ni a nadie ni a nada, porque ni nadie ni nada, valen la pena las ataduras de pensamientos, ni de siquiera de criterios para hacer vivible la vida en relaciones de tus, por sobre lo que fuese. No son los colores, ni las formas de plasmarlos, porque las paletas difieren una de otras en la amalgama de las combinaciones sin fin de las mezclas que pudiesen pensar que esto así es mejor, y que aquello otro, pueda que también lo sea, porque también lo es; porque las circunstancias tan cambiantes de un instante a otro, y de otro a otro, en instantaneidades de segundos irrepetibles, llevan a la sutileza de lo sensible a las cosas verdaderamente profundas, para no tener ni siquiera raíces, ni ramas, ni hojas, ni tallo, sino la maravilla de la constante búsqueda y encuentro al mismo tiempo, que generan inseguridades e incertidumbres, que liberan y atan en una trabazón incomprensible de un círculo en expansión y en intuición permanentes. Cosa de locos, ciertamente.
Verdad ésta, la del existir-existiendo en intensidad plena y en intensa plenitud que marcan una eterna fuga en un eterno encuentro liberador y aterrador, por las inseguridades profundas del pensamiento y del sentimiento, que no dan un asidero que dé seguridad o descanso, porque no se descansa y nunca se cansa para descansar; o pretender con ello limitar la misma experiencia de continuar, a lo que se siente obligado a no poder detenerse, por más que quisiera hacerlo, ya por necesidad de lógica del reposo y de la llegada que darían sosiego y alivio. Pero se trata de un continuar-continuando, aún en la aparente pasividad, que no es sino un nuevo impulso al impulso que se lleva en esa fuerza de la energía que nunca reposa, ni en el reposo, que tanto se anhela y se aspira. Quizás por eso, o por otros motivos recónditos del ser mismo, no se puede ni siquiera pensar que se ha llegado, porque apenas el camino comienza a comenzar, y en esa experiencia nunca se acaba la marcha, dejando en una expectativa de lo que fue y no pudo ser, en lo que ya estaba siendo, porque así eran las circunstancias, cambiantes en la singularidad de la cromo-cosmogonía de la grandeza y sutileza entramada del presente eterno que nunca deja de acabarse ni de ser, sino la con la negación total de la falta de movimiento y movilidad de la funesta presencia de la muerte, y todo lo que ella supone y conlleva, en su inamovilidad atrapante y avasalladora, que lo inmoviliza todo. Porque la quietud es sinónimo de muerte, con su pasmosa presencia de putrefacción por donde hace su paso, sumiendo al ser que es movimiento por excelencia, en una negación total del más mínimo vestigio de latido y exuberancia que es en sí el moverse en cualquiera de sus fascinantes facetas.
Tal vez, por eso, es que se quiera conquistar la luz. Y, tal vez, por eso y por otros muchos motivos más, la luz es la gran aspiración de ser que vive, porque todo ello es movimiento, pues la luz no es sino movimiento puro. Tal vez, por eso que donde haya movimiento hay rayos de luz que iluminan y dan y justifican la vida, que no es otra cosa que la luz misma, como tal en su esencia en movimiento. Por eso es cromo-cosmogonía. Cromo, porque todo es una gama de colores que implican y suponen otras muchas sub-gamas de muchos colores, y que a su vez, exigen y reclaman otras sin fin de gamas de coloridos hasta indescifrables y no descubiertos por el ojo humano, en el mundo de las luces, porque las combinaciones generan los colores, y estos en movimiento variable, como variables son las circunstancias de cada acontecer, que es y no es al mismo tiempo; porque no es asible, ni en la mayor pretensión de conseguirlo, pues en eso consiste, entonces, la grandeza y sublimidad del arte, como la expresión aún no plasmada en su perfecta plenitud, que lleva a seguir disfrutando de lo bello en una altura ascendente hasta la belleza misma, que mucho menos es asible, mucho menos encarcelable o encajonable, sino por las vibraciones sensoriales de los sentidos que poseen la magia y la virtud de poder asimilarlo en esas instantaneidades fugaces en movimiento, que pasaron y pasan en la eternidad del presente mágico que embelezan y engrandecen el alma en un arrebato de sorpresa y admiración insospechada y totalmente novedosa de la espontaneidad producida por la luz que atonta en la estupidez del asombro que llevan a la súper sensibilidad del espíritu y de la mente y del cuerpo sensorial, que es por donde se capta todo y sin el que nada de toda esa experiencia fuese posible. Quizás por eso que lo bello es bello en instantaneidad de segundos que solo se capta por lo sublime del momento en que se percibe, distinto del siguiente o del antes, porque se captura en la fraccionalidad vivida en intensidad de la unidad existencial.
Es cuando el arte es tan vital como el aire mismo, o como la luz, para interpretar la belleza de la vida misma y en su plenitud. Arte como encuentro y como hallazgo en su ascendente escalada de la perfección en evolución innegada y necesaria del hombre hacia una meta todavía no conseguida, pero en vías de ella, como fases nuevas de la tridimensionalidad que relativiza todo, en aras de futuro como fin inacabado y perfectible siempre de la rueda que nunca llega a su inicio para encontrarse siempre en constante movimiento en el perseguimiento de la luz, que nunca deja atraparse.
Eso mismo vivido en el eterno presente, lleva a la plenitud del momento, sin desfases ni desplazamientos.

Eso parecía estar sufriendo la muchacha. Había dejado sus momentos sin vivirlos en sus respectivas oportunidades, y sentía algo de nostalgia. Eran trozos de tiempos y espacios de lugares concretos en una temporalidad vivida, que hubiese querido rescatar. Pero eran trozos de tiempos, que no se podían recomponer. Tal vez, por eso, se le humedecían los ojos, por lo que fue y no fue, pero que había sido como habían sido sus circunstancias, distintas de las de ahora, y del momento siguiente, ya que la vida y su transcurrir es una eterna sucesión de circunstancias, mas no una circunstancia eterna, porque sería un eterno ahogo del que no se saldría nunca; sino, una tras otra, y en constante cambio, tanto de colores como de matices y ángulos de esa maravillosa y sorprendente tridimensionalidad de momentos sin fin, pasados y vividos en fraccionalidades de tiempos conectados y en cadena.

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