martes, 15 de marzo de 2016

Ana Maria, Porfira y van Gogh: Capítulo 1




 (1)     

No deja de ser la vida una constante sorpresa, y un continuo aprendizaje.
            Se cree que ya se ha llegado a un punto en que, ni la sorpresa, ni el hallazgo van a ser una novedad. Se cree que ya se ha vivido todo, y que en ciertos momentos, ya no hay nada que pueda generar estupor o admiración. Los años parecieran que van endureciendo y, en cierta manera, como si la frialdad ante algunos o casi todos los acontecimientos, tuviese que ser la respuesta instintiva. Para muchos esa debería ser la muestra o el signo externo de la madurez que da los años. Una especie de impasividad, o porque, ya se ha vivido mucho, o porque así se tiene que actuar. Son clichés.
            Eso, por un parte. Y, por la otra, porque se vive recriminándose, ya que a ciertas alturas de la vida, se debe exigir ya un patrón de madurez, frente a todos los acontecimientos. Aparentar que ya se sabe todas de todas.

            El caso es que la vida da sorpresa como dice la canción de Rubén Blades. Y, qué bueno que la vida dé sorpresas.

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 2

 (2)     



 Todavía no eran las nueve de la mañana de ese día miércoles de comienzo de mes de febrero.
 Cada cual estaba en lo que estaba. Y los que estaban en donde deberían estar, por la lógica de los acontecimientos históricos personales, sentían que las cosas iban fluyendo con naturalidad; aunque, sin negar algunos pequeños contratiempos, que también son naturales, porque en eso consiste el transcurrir de una vida. Mientras que los que estaban en donde no deberían estar, como también es lógico, sufrían los reveses de todo acontecer; si no, de manera inmediata, la experimentarían en el transcurso de los días, porque todo se nos viene, ya por si, o ya por no; sea que estemos donde nos corresponde, o estemos desubicados, porque no nos corresponde, ni el sitio, ni el lugar, ni el tiempo. Pero, ya lo dice el refrán español, de que “cada cual,  con su cadaunada”.
Algunos estaban donde estaban, porque les correspondía. No porque lo hubiesen elegido así; sino, porque no habían tenido escogencia o alternativa. Aunque, tampoco se podía negar que, igualmente, podrían no estar, o por rebeldía, o por cansancio, o por cualquiera otra razón. Otros estarían en lo que deberían estar, sintiendo la fuerza de la obligación, y aún así, se beneficiarían, porque era donde tendrían que estar. Otros, por el contrario, aún haciéndose rebeldía y tras lucha interna, estarían donde estarían, sin quererlo, pero asumiéndolo con naturalidad, y, aunque, pareciese ilógico, con alegría.
Este era el último caso. Un pequeño grupo de pacientes se daban cita en la pequeña sala de espera del hospital, aguardando que los llamaran por nombre y apellido para disponerse a lo que iban en esa mañana. Un adolescente de unos quince años, con la cabeza semi-rapada y con un tapa-boca azul, hablaba con desenvoltura con su madre, y con una señora de color oscura bastante bien definida. De vez en cuando salía de su pecho un sonido ronco que revelaba que, además de lo que se adivinaba que tendría por lo rapado de su cabeza, comenzaba a tener pequeñas complicaciones con sus pulmones; tal vez, como consecuencia de lo mismo que era de suponer que tenía. El hecho de estar en ese piso del hospital, y en esa sala a la espera del visto bueno o de alguna otra noticia de su médico tratante, llevaban por lógica de lugar, espacio y tiempo  a suponer que tendría problemas hematológicos. No era otro el lugar, ni el espacio que llevaran a pensar lo contrario. Alguna complicación con la sangre habría de tener. Todo así lo indicaba.
Las conversaciones entre la madre, el muchacho y la señora de color, iban llevando a que sería tratado en el piso 7 del hospital; y ese lugar no era, sino el lugar de los pacientes de hematología. De hecho, el muchacho había sido diagnosticado de leucemia, y estaba esperando la orden de hospitalización de su médico. Ya tenía la almohada y la ropa de cama consigo y una maleta mediana de viaje repleta, y parecía tomárselo muy a la ligera, como si estuviese en un terminal de autobuses para disponerse a un viaje. La madre se veía preocupada y su entrecejo con su mirada escudriñadora buscaba una explicación de madre que sufre por su hijo enfermo. El muchacho, por el contrario, se le veía deportivamente tranquilo. Tal vez su inocencia le favorecía a ver todo como nuevo y novedoso. 
La señora de color hablaba de su hija de 14 años que estaba en el piso 7, recibiendo tratamiento para su leucemia. Hablaba de sus otros hijos, pero decía que su hija la necesitaba y que no se movería para nada del hospital. Ese era su lugar. Su hija la necesitaba. Hablaba con una naturalidad pasmosa y con un dominio aterradoramente impresionante. Parecía que era de un vecino o de un tercero que estuviese hablando, y no de su hija. Tal vez, sería una coraza.
La mamá del muchacho le había extendido una bolsa de papel a la señora de color. Le había traído desayuno. Por la confianza y por el detalle del desayuno se pensaba que ya estaban diestras en esos menesteres de hospital, y que ya estaban al tanto de sus situaciones. La señora de color tomó su desayuno y pellizcó un trozo de empanada, e iba comiendo, mientras seguía su conversación.
La enfermera de turno estaba atareada en sus labores, y a pesar de que era bastante temprano, se le veía agotada. Estaba poco conversadora y su saludo había sido elemental.
El médico ya había llegado y estaba atendiendo en su pequeño consultorio. Su presencia era buena señal, tanto para los pacientes como para la misma enfermera. Todo podría comenzar su rutina, sobre todo, el de comenzar a colocar los respectivos tratamientos de los que habían ido esa mañana a eso, porque les correspondería en tiempo, lugar y espacio. Era lo que era. No era de otra. Cada cual en su tiempo y lugar.
En ese transcurso de ubicaciones históricas, llegaron dos muchachas. Saludaron a la enfermera, de manera muy sonriente, y saludaron a la señora de color. Se quedaron de pie. Iban respondiendo al cuestionario de rutina de todo saludo inicial y de interés recíproco y mutuo de un saludo fraterno y sentido. Las dos muchachas se reían de todo. A cada respuesta la acompañaban con una sonrisa. Las dos eran flacas. Una de ellas era un poco más pequeña y su color era un poco pálido.

Una de las dos muchachas se quedaría. Iba por su respectivo tratamiento. Había tenido una crisis y llevaba todo lo que iba de la semana en ir y venir al hospital. Ahora estaba mejor, y por poquito no se había quedado hospitalizada el día anterior. Venía a cumplir la parte que le faltaba. Estaba contenta por eso. Y se reía. De todo se reía.

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 3

(3)       


En esa misma sala de espera del hospital estaba, entre otros, un señor delgado de color café oscuro. Su contextura y su altura le daban una elegancia natural. Había ido toda la semana, y ya era jueves ese día, para recibir transfusión de sangre por su problema. Esta vez tampoco la recibiría. Se hallaba en un gran problema y era que no había traído donantes para cubrir y ayudar a abastecer el banco de sangre del hospital. Estaba en su obligación de buscar donantes. Tal vez vendría al día siguiente con ellos. Así se maneja esas realidades. Porque hay que reponer. Por eso se llama banco de sangre. Y en todo banco, hay que meter para después sacar, porque de lo contrario no habrá ahorros. Es así. No hay de otra. C’est la vie! (así es la vid).
Estaba conocedor de esa verdad y realidad. No alegaba absolutamente nada. Reconocía que así era. Cada cual con su cadaunada.
La señora de color, que hablaba y comía al mismo tiempo, estaba indicando que tenía que ir a buscar suero, y que el día anterior había recorrido medio hospital para ingeniárselas con algunas unidades de este vital medicamento en la aplicación del tratamiento de su hija, que no puede faltar, ya que por ahí es que se coloca toda la medicina; además, de permitir el suficiente lavado de las venas y todo su recorrido del veneno que supone y es todo el químico que se encarga de hacerle la batalla a ese tipo de enfermedades. Una muchacha que estaba junto a ella, en su lado izquierdo, y que también era paciente, dijo tener una botella de suero, y buscando en su bolso, sacó un envase de plástico que contenía lo que necesitaba la señora para su hija, y se lo extendió. La señora lo tomó, y le dio las gracias, mientras seguía comiendo y hablando.
El señor delgado seguía sentado en la sala de espera. Tal vez, estaría pensando a quiénes les pediría que fuesen sus donantes. Quizás, que volviesen a ser donantes otra vez. O, a lo mejor, hasta pagarle para que lo fueran. O buscar otros. No era situación fácil y bonita para él. Su mundo era su mundo. Quizás por eso se había quedado como sembrado en la silla de la sala de espera, porque al regresar a su realidad de afuera, las cosas fuesen como ahora. Tal vez peor. La enfermera había sido tajante y exigente. Él la comprendía. Por eso, y por muchas cosas más, de seguro, se quedaba callado. Quizás muy preocupado, y más todavía, pensativo. Nadie de los que estaban en ese momento en la sala de espera le dio la oportunidad de explicarse o de, por lo menos, gritar. Lo peor es, que nadie se percató de que su silencio era arrollador y atornillador, para ahondarle más su situación y su enfermedad, que en ese momento, le estaba asomando la posibilidad más cercana del fin; y todo a través de un túnel sin luces, o con muy pocas que le indicaran que había una salida. Simplemente habló con el otro señor que estaba esperando en el otro extremo del juego de tres sillas dispuestas para servir de acomodo y de descanso en la espera impaciente de paciente de hospital. La silla de en medio estaba vacía. Las sillas eran de color negro y eran un juego de tres, haciendo una mole difícil de mover y de arrastrar por una sola persona. Las sillas tenían huequitos.
Hablaron los dos señores. El otro se enteró de la situación. Le comentó que era difícil. El señor delgado no hizo gesto ni palabras de lamento ni de queja. No habló mal de la enfermera. Tampoco del hospital. Muchos menos, habló ni se quejó de su estrella ni de su suerte. Tenía gallardía. Tal vez mucho orgullo. No se le veía lo tanto que tenía por la gallardía elegante que reflejaba. Se pasó la mano derecha por la cara, como para tomar con ella toda la situación en sus manos y asirla, para sujetarla y estrangularla al mismo tiempo; o para espantar con ese gesto la mala noticia de regresarse sin la sangre que le aseguraría unos días más de tranquilidad. Habría que esperar al día siguiente, y no era mucho lo que se podría hacer, ya que sería viernes, y vendría el fin de semana, y no se podría traer los donantes, en caso de encontrarlos y que quisiesen venir a darle una mano amiga en solidaridad con sangre. Para ello tendría que pagarles, como mínimo el pasaje de ida y de vuelta, y también el desayuno después de la sacada de la sangre; hasta, no se descartaría el almuerzo. La cosa no estaba bonita para él. Era mejor que gritara, que formara un escándalo en el pasillo, que llorara, que maldijera su mala estrella. La enfermera había sido clara y precisa, y le había recordado que tenía que traer donantes. Ese era el problema.
La silla de en medio seguía vacía.
Las dos muchachas que habían llegado seguían de pie, semi-recostadas en la pared. La más alta de las dos se reía. A cada respuesta de lo que conversaba le acompañaba una sonrisa.

Casi todos tenían los ojos fijas en las dos muchachas. También el señor delgado, a pesar de que no tenía los donantes. Ellas en todo caso, también tenían una situación complicada.

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 4

 (4)       



Las dos muchachas hablaron entre sí. Se pusieron de acuerdo. Miraron sus relojes y decidieron la hora en que se volverían a ver en esa misma mañana. Antes de que una de ellas se fuera, la otra, la que se reía de todo, saludó con la mano moviendo los dedos de manera cariñosa y graciosa al otro señor que estaba en unos de los juegos de tres sillas, y donde había estado el señor delgado, que ya se había levantado y se había ido, no sin antes darle un apretón de manos a su interlocutor de turno en la sala de espera, de esa mañana.
El apelado e interpelado en el saludo, dudó en un momento de que el saludo de la muchacha reílona, fuese con él. Sin embargo, hizo un gesto de aprobación y de correspondencia al saludo que le dirigía, con un gesto y movimiento de cabeza. La muchacha volvió a reír y su sonrisota iluminó toda la sala de espera. Él no la recordaba. Su cara no le era familiar. No la conocía. Era la primera vez que la veía. Pero, si ella lo saludaba como lo estaba saludando, habría de ser que se habrían encontrado en alguna otra vez. Él sonrío. Pero fue una sonrisa tímida. Ella volvió a repetir el saludo con la mano, jugando con los dedos de manera familiar y un poco infantil, sin omitir otra sonrisa que le dejaba mostrar sus dientes blancos y bien dispuestos, y que le daban una gracia especial.
-- Yo tengo su catéter – dijo ella, desde la distancia que los separaba del señor a quien saludaba y con quien iniciaba un intercambio. Ella hizo ademán de mostrar en el lado derecho de su costado el catéter, al que hacía referencia. Y volvió a acompañar con aquel gesto otra sonrisa, a las muchas que ya había prodigado en la sala, en aquellos escasos minutos de su presencia y permanencia.
-- Ah, ¿si? – dijo con torpeza, sin saber en concreto de qué estaba hablando, aunque tenía una remota idea, desde donde estaba sentado, el señor.
-- Sí…. Sí… dijo ella, sin faltarle la bonita sonrisa.
Entonces, él le señaló la silla que estaba vacía junto a él, para que ella se sentara. Ella no se hizo esperar y se dirigió espontáneamente hacia la silla, para sentarse.
-- Ella es mi hermana – le dice al señor, mientras que la hermana daba un giro hacia la parte trasera del juego de sillas de tres. Se dieron la mano. Y la hermana se despidió de la que se había sentado, y se retiró.
La muchacha comenzó a contar la historia del catéter. Él comenzó a entender. Ella era la heredera de su catéter, decía. Y lo acompañaba todo con sonrisas. Él la miraba y de vez en cuando preguntaba esto o aquello para ubicarse un poquito en el mundo de su interlocutora, que se veía que estaba muy a gusto, mientras esperaba que la llamaran para la parte del tratamiento de los dos días anteriores.

Él también esperaba por su momento.

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 5

 (5)       


-- Y, ¿usted qué tiene? – preguntó él cuando consideró que era oportuno hacer la pregunta.
-- Porfiria, contestó ella – sin dejar de sonreír de todo y por todo.
Ella comenzó a contar en qué consistía. Y comenzó, igualmente, a contar las crisis de porfiria, de las crisis que ella sufría, y cómo es el tratamiento, como también en dónde producen la medicina, y desde cuándo.
Las emociones fuertes le generan crisis. Ya porque se ría mucho; ya porque se ponga triste. Igual le da crisis de porfiria.
-- No se vaya a reír mucho – dijo él, en forma de chiste y de broma, pero un poco asustado, que tuviese que presenciar una de sus crisis.

Ella siguió hablando. Él la observaba, mientras esperaban que los llamaran por separado a la sala donde les colocarían sus respectivos medicamentos.

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 6

 (6)       


En la sala de adentro estaban dispuestos cuatro sillones grandes de color marrón. Cada sillón tenía la facilidad de hacer de poltrona para descansar los pies y estirarse como si fuese una cama. Eso facilitaba el tiempo que se pasaba en esa sala, que por lo general, era un promedio de una dos o tres horas, o algunas veces hasta cuatro, que duraba la administración intravenosa de los tratamientos. Los que iban a ser transfundidos duraban más poco tiempo. A veces la salita estaba repleta, y algunos esperaban su turno en el pasillo, en una misma mañana. La enfermera estaba al pendiente de todo, comenzando por cualquier reacción de alguno de los pacientes, como de la administración por separado de cada uno de los procedimientos médicos. Salía a cada momento y volvía a entrar. Iba y llevaba informes, ya verbales, ya escritos al médico hematólogo en su oficina. Atendía y asesoraba a los familiares de los pacientes nuevos que esperaban en los pasillos. Cada vez eran nuevas las caras, porque eran nuevos los que padecían esto o aquello, en relación con deficiencias o inconvenientes con sus sistemas sanguíneos. Ella no comenzaba hasta que no llegara el médico tratante que era uno solo para tanta gente. A veces, el médico se veía muy agotado.
Esa mañana fue llamado primero el señor con quien conversaba la muchacha, la de la sonrisa, y la de la porfiria.
El señor tenía fama de ser cobarde a la hora de buscar la vena para el paso del tratamiento. Cuando sentía el pinchazo de la aguja buscando la vena, se retorcía en su asiento. Las enfermeras pasaban trabajo cada vez que tenían que aplicarle la quimio, por esa misma razón. No solamente era temor fundado, sino que sus venas casi desaparecían en sus brazos, a la hora del pinchazo. Una vez, solamente en su brazo izquierdo le habían hecho diez y ocho agujeritos, y no habían conseguido hacer la conexión necesaria para aplicarle el tratamiento. Habían intentado en su brazo derecho, y después de otros pinchazos más, habían decidido buscar una enfermera amiga que trabajaba con niños, para que viniera a buscar la vena, que había sido conseguida en la parte superior del brazo, a la altura del músculo de fuerza. Era famoso por esa peculiaridad y característica. Las enfermeras lo tomaban como un reto, y como una victoria, el día en que el señor no diera qué hacer con las venas. Eso explicaba la historia del catéter, del que la muchacha se consideraba la heredera, y que por más que le habían insistido los médicos, no había querido colocarse. Sus brazos tenían sus venas muy atrofiadas por el tratamiento de las quimioterapias; pero, aún así, se había resistido a la instalación del susodicho catéter. La sola idea de colocarse esa especie de guaya hueca por la parte del cuello hasta llegar casi al corazón, le aterraba. No soportaba el pensamiento ni la idea de someterse a tanto sufrimiento. Prefería sufrir con los pinchazos en los brazos, muy a pesar de todo.
Esa razón y ese conocimiento habían llevado a la enfermera de tomar la iniciativa de llamar al señor, de primero. Una vez sentado en su sillón, la enfermera mientras le tanteaba el brazo derecho, y el señor le indicaba cuál lugar del brazo era mejor, la enfermera le había comunicado sus temores respecto a sus venas. Se rieron. El señor sintió un poco de vergüenza, por su fama; pero así eran las cosas respecto a sus brazos. Una vez ya conseguida la vena e instalada la respectiva vía, comenzaron los medicamentos preventivos. La enfermera, entonces, salió a llamar a la muchacha para su debido proceso.
La muchacha entró con soltura y desenvolvimiento, pues ya conocía el lugar. Se dirigió al sillón que daba hacia la ventana y se sentó en él. Se acomodó lo mejor que pudo, mientras que la enfermera arrastraba hacia el sillón de la muchacha un soporte preparado para sostener los envases en donde colocaría la medicación.
Todo el resto fue fácil para la muchacha, que no necesitaba del tanteo en la detención de la vena apropiada, ya que por el catéter que tenía instalado hacia la clavícula derecha, un poco más abajo, por ahí recibiría la dosis prescrita para ese día. Todo fue conectado, como enganchando una manguera con una tubería predispuesta para ello. Era cuestión de colocar manguera con manguera.
La muchacha y la enfermera conversaban amenamente. Hablaron del día anterior, y de lo mejor que estaba ahora. Se rieron. No podían faltar las sonrisotas de la muchacha. El señor no decía nada, solamente miraba todo el procedimiento.
Todo siguió su curso. Estaban todos los que eran. Y eran todos los que estaban.
Al cabo de unos siete o diez minutos, tal vez, el señor por invitación y sugerencia de la enfermera se cambió de sillón, junto al de la muchacha, hacia el lado derecho suyo. Los dos iban conversando, mientras tanto.
La enfermera les encomendó a los dos de estar pendientes uno del otro, de cuidarse mutuamente, y de que ante cualquier inconveniente con la fluidez del los líquidos que ya ambos estaban recibiendo, que avisaran, para intervenir inmediatamente.
El señor había escrito un mensaje de texto y lo había mandado a algunos de sus amigos. Era un chiste. Pidió permiso a la enfermera para mandarle el mensaje que había escrito a ella. La enfermera había asentido, y el tono de su teléfono le anunciaba que estaba llegando un nuevo mensaje. La enfermera se metió la mano en su bata blanca de enfermera para atender el mensaje, y soltó ruidosamente una carcajada.
-- Mándeselo a ella--  a la muchacha que estaba en el sillón, al lado de la ventana -- sugirió la enfermera. La muchacha dijo de por favor, que sí, que se lo mandara. Entonces, el señor le pidió el número de su celular y mandó el mensaje.
La muchacha volvió a reír. Nunca dejaba de sonreír. Pero esta vez su carcajada había sido larga y festiva. El señor y la enfermera se miraron al disfrutar y ver que ella todo lo celebraba. Ella lo contagiaba todo con su bonita simpatía.
-- ¿Ese chiste es creación suya? – preguntó la muchacha en medio de las carcajadas.
-- Pues… contestó el señor.

Y todo comenzaba.

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 7

(7)       



-- Cuénteme algo – pidió la muchacha.
El señor no quería conversar mucho. El tratamiento preventivo, sobre todo el antialérgico lo estaba adormeciendo, y hacía lucha por no dormirse; pero si de él hubiese dependido le hubiera pedido que lo dejara dormir…
-- No se vale dormir… No se puede dormir -- le dijo ella. Tenía ganas de conversar.
Él comenzó a hacer el esfuerzo. Procuraba abrir más los ojos, pero sus párpados se cerraban solos. Él preguntó sobre la enfermedad de ella, para preguntar cualquier cosa. Ella comenzó a contar, y de vez en cuando, le decía que no se podía dormir. No quería pasar como descortés y él haría todo el esfuerzo para acompañarla.
La enfermera daba sus vueltas y preguntaba si todo iba bien. En una de esas vueltas, se estuvo un poco más. Y por casualidades o coincidencias, la muchacha se quejó de un dolor en el pecho, en esa vez que la enfermera se había quedado. La enfermera sin pensarlo dos veces, salió de prisa a buscar al médico para contarle la inspectiva novedad con la muchacha, después de haber detenido el goteo de la medicina vía intravenosa. Entraron juntos el médico y la enfermera.
-- ¡Tómele la tensión, por favor! – indicó el médico. Así lo hizo de inmediato la enfermera y comprobó, e igual informó al médico, que se mantenía parado frente al sillón de la muchacha, que estaba muy baja. Dijo las medidas que indicaban el aparato medidor, después de escuchar por el estetoscopio que tenía pegado a sus oídos.
-- Aplíquele… – y dijo el nombre de la medicina. La enfermera no se hizo de rogar y se dirigió al estante donde guardaba sus pertrechos y medicamentos, fue directamente a una caja repleta de inyecciones, sacó una botellita de vidrio contentiva del medicamento indicado; buscó una inyectadora, metió la aguja punzante en la cabeza de la botellita, volteada cabeza abajo, y comenzó a sacar su milagroso líquido, que estaba ahí para hacer maravillas y salvar vidas. El médico seguía hablando, y en ese momento le estiró la mano izquierda al señor que estaba al lado del sillón de la muchacha. El señor y el médico se dieron la mano de manera deportiva y cariñosa. El señor no decía nada, solamente miraba todo lo que estaba pasando. De vez en cuando miraba a la muchacha, y ella seguía riéndose. Y él no entendía, si en verdad estaba como decían que ella estaba, porque no hacía y no daba rastros externos de dolor, solo se reía.
La enfermera se acercó al sillón de la muchacha, y se puso en medio entre el sillón del señor y el sillón de la muchacha. El señor de momento pensó que se trataba de que él no viera cuando le colocaran la inyección a la muchacha.
El médico, por su parte, seguía hablando.
-- Ahí está ella, haciéndose la guapa, para que no la hospitalice – dijo el doctor.
-- Si… ella es pura risa – apuntó de inmediato la enfermera, mientras iba colocando por el catéter la inyección prescrita y administrada de ipso facto, sin pérdida de tiempo. La muchacha seguía riéndose.
-- Ahí, donde está – continuó el comentario el médico – está que no soporta el dolor. Yo la conozco cuando ella tiene dolor. Se le arruga un poquito la frente. Mírela… Mírela…
El señor miraba callado, y sonreía con algo de nerviosismo. La muchacha, de hecho, tenía la frente un poquito arrugada, pero seguía riéndose. Los ojos del señor bailoteaban de aquí para allá, como intentado encontrar una explicación. Miraba al médico que hablaba con tanta propiedad, soltura y dominio de la situación. Miraba la espalda de la enfermera que estaba administrando la medicina extra a la muchacha. La muchacha hablaba con la enfermera, e igualmente, reía.
Pasaron algunos minutos. El médico seguía de pie, y se apoyaba en el colgadero de hierro donde se colocaban los tratamientos para su circulación a los pacientes. El médico se dirigía al señor y conversaba con él, pero hablaba de la muchacha. Tal vez, sería un recurso de médico experimentado ya en esos menesteres de emergencia, con esa postura para dar confianza a los pacientes, y para tener absoluto domino de todo, sin descartar algo de preocupación e inquietud de que las cosas en ese momento, para la muchacha, no pasaran a mayores. Podría sufrir un infarto, y entonces, ese momento se convertiría en una sencilla y declarada emergencia; cosa que complicaría realmente todo. Eso supondría, por lo inmediato, salir cargando en brazos a la muchacha para las instalaciones de la propia emergencia del hospital, para aplicar todo lo concerniente a una situación crítica y altamente peligrosa. Se complicaría todo.
La muchacha fue reaccionando bien. Seguía riéndose y seguía hablando. Volvieron a tomarle la tensión. Ya todo estaba controlado. Había vuelto a la normalidad.

El médico se retiró de la sala, pero antes le tocó los pies en un gesto amigable y cariñoso al señor, que no decía nada. No estaba para dar opiniones, ni las hubiese dado si se la hubiesen pedido, porque estaba asustado. Miraba a la muchacha y ella seguía riéndose de todo y por todo.

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 8

(8)       

Ya serían como las diez de la mañana.
Todo volvió a la normalidad.
La enfermera seguía volviendo a la sala por intervalos de tiempo para cerciorarse de que todo iba como tenía que ir. Preguntaba, y ante la respuesta afirmativa, hacía algún que otro comentario, y volvía a retirarse.

Algunas de las veces que la enfermera entraba a preguntar, no era necesario que hiciera preguntas, ya que los dos estaban instalados a sus anchas. Los dos que estaban recibiendo su tratamiento en esa mañana en esa sala de ese piso del hospital, conversaban y se reían. Mantenían una tertulia agradable por lo que se podía observar.

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 9

(9)       
                             

Ella tenía porfiria.

También había tenido porfiria Vincent van Gogh, el famoso pintor.

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 10

(10)       

En el epistolario que había mantenido Vincent van Gogh con su hermano Théo, se encontraba un gran testimonio del sufrimiento del pintor. En sus cartas, el pintor iba perfilando su propia biografía, y sus cuadros y pinturas tienen que ser vistos simultáneamente con las maravillas y profundidades de ese epistolario, en el que, entre otras cosas, resaltaba la idea de que hay que encontrar bello todo lo que se pueda; ya que  la mayoría no encuentra nada suficientemente bello (cfr. Cartas a Théo, Londres, enero de 1874).
Esa mañana el señor y la muchacha estaban entretenidos. Encontraron un tema común: hablaban de libros y de algunos autores. Él le hablaba en específico de un autor, y le exponía en resumen las ideas del libro del que hablaban. Ella estaba divertidamente entretenida y fascinada por las ideas que iba escuchando. Sus ojos brillaban de un brillo especial. Y ahora sus carcajadas eran más bulliciosas y prolongadas. La enfermera lo comprobaba de vez en cuando en algunas de las entradas que hacía a la sala. La enfermera disfrutaba ver a la muchacha y escuchar sus carcajadas. Era evidente que la muchacha la estaba pasando muy bien. La muchacha se había acomodado de costado, hacia su lado derecho del sillón, y había asumido una postura casi acurrucada. Había subido las piernas casi a la altura de su pecho, y había colocado su mano derecha debajo de su cara, como para servir de soporte, en la escucha atenta y coloquial de esa mañana. Intervenía e interrumpía con comentarios acertados, acompañados de las interminables carcajadas y sonrisas. Se mezclaban las carcajadas y las sonrisas, y no se sabía precisar cuándo eran unas y cuándo las otras, como para diferenciarlas e identificarlas. En esos momentos, en ella, todo era una misma expresión festiva.
Antes de entrar y de estar en esas alturas del momento, ella había hablado de otro paciente, con quien se había generado un feeling especial. Este paciente había muerto, y ella lo recordaba con mucha nostalgia. A ella se le habían humedecido los ojos al hablar de su compañero de curriculum hospitalario. Había existido un amor no manifestado, pero si reconocido en su pecho de mujer joven y sedienta de complementariedad existencial en la que su situación no fuese un impedimento para sentir que sentía y existía. Ese joven le había hecho sentir el sonrojo en la cara ante la fascinación enigmática y hechizante de su presencia masculina; y le hacía sentir que ella miraba con timidez, pero con algo de gracia femenina, al saberse descubierta en su mirada que necesitaba ser desenmascarada para aflorar sentimientos y sensaciones mayores de las que ya estaba sintiendo cada vez que lo veía o pensaba en él. Mientras ella iba contando del muchacho, un suspiro entrecortado le tenía la respiración agitada. Sus ojos brillaban de manera especial.
El señor, por su parte, miraba con ternura aquella mirada enamorada y sentía una especie de alegría recóndita por ella que había experimentado las dulzuras de un amor, tal vez correspondido. Ella había hablado del muchacho y recordaba que él también se ponía nervioso cuando se veían. Ella reconocía una especial atracción por él. Quizás no tuvieron tiempo de manifestarse sus emociones y de vivirlas. Los suspiros y la manera de hablar de la muchacha indicaban que no se habían dado la oportunidad de aflorar sus sensaciones y verdades. Había una especie de lamento por eso no vivido a su debido tiempo, cuando se habían dado los lugares y los momentos, para trascender sus tiempos y volar con la rapidez del viento y suspenderse en la eternidad de los sentimientos acoplados, tomados en un sinfín de sincronía existencial, para permitirse el derecho y el deber de encontrar la felicidad en sus oportunos y justos aconteceres de dos vidas engranadas en una misma rueda de molino, girando en torno a un mismo objetivo y sentido, para encontrar razón al girar y girar del mismo recorrido, tal vez rutinario, pero extasiante del momento especial, descubierto e iluminado por la luz de los corazones que se entienden con el lenguaje de las vibraciones del sentimiento, para lo que necesita la temporalidad y la materialidad de los cuerpos.
Ella se había enamorado. Sus recuerdos y sus detalles referidos del muchacho llevaban a presagiar que así había sido. Quedaba la tristeza de no haberlo comunicado; y con algo de certeza intuitiva en la piel de mujer que percibe esas vibraciones con sensores ultrasensibles, no medibles ni cuantificables por otros medios, que los mismos que el cerebro y la naturaleza ha prodigado de manera tan exquisita y peculiar, que llevaran a pensar que cuan sabio había sido el artífice en la creación y en su constante evolución en el tiempo, que había colocado todo como lo ha hecho, sin dejar nada al azar o a la casualidad; pero que en su caso, había quedado represado como en caudal a punto de rebasar por sus límites, y dar soltura a lo que contenía. Sentía una especie de pequeña frustración. El muchacho se le había ido, y tal vez, eso le hacía sufrir, porque se había ido y no lo habían hablado. Se sentía en deuda, y pensaba en lo profundo de su sentimiento de mujer enamorada que había desaprovechado el tiempo, por escrúpulos absurdos, o por temor a abrir su corazón, aún así no hubiese sido posible consumar su amor en lo físico; pero, estaba sintiendo la necesidad de haberlo dicho, y también de haberlo escuchado; y ya eso hubiese sido suficiente, aunque no bastante. Hablaba del muchacho con ternura.
La vida está constituida de los pequeños y constantes trazos que de ella vamos dejando en el camino en el historial personal e individual. Los pasos de ayer, marcan y definen los del hoy, para, igualmente, preconfigurar los del mañana en una eterna cadena que no se rompe. El mañana lleva la semilla ya germinada y madurada en el hoy en continuidad. Lo vivido ha de ser vivido sin reproches, sin malgastar las fuerzas de la vida que nos impela a vivir cada momento a pleno pulmón; para vivir el siguiente instante en la misma intensidad. La vida no da segunda oportunidades, sino la oportunidad inmediata de la inmediatez de lo presente, sin proyecciones ni hacia atrás, ni hacia adelante. O es; o no es. Las medias tintas manchan la perpetuidad del presente que nunca acaba, sino cuando acaba el tiempo para un determinado ser, al que se le acaba el espacio y el lugar, para pasar a otra dimensión totalmente nueva en esa tridimensionalidad del existir, en donde todo depende del lado del enfoque que se mire ese mismo hecho, ya de frente, o de lado, o en perspectiva; pero que no es sino determinado por el lado en que se mire la misma verdad, en dimensiones o en degradaciones en colores combinados, para, igualmente experimentar que nada es como se ve, o como aparenta ser, porque en el siguiente instante se cambia de enfoque y de ángulo; e, igual, con ello, se cambian las comprensiones, para hacer más compleja la relatividad de lo que se piensa, se siente y se quiere; y comprender que nada es más vulnerable que la cambiabilidad de las circunstancias en una esfera que nunca acaba de moldear, porque nunca tiene una figura estable, como cambia la luz con sus variados matices, para vivir en un eterno cansancio de cambios, que liberan profundamente el alma y la desatan de prejuicios y de normas, que en nada ennoblecen y enriquecen, sino que encasillan a unos y a otros en posiciones absurdas de posturas a veces infranqueables por la riqueza de la experiencia del tú, como la única experiencia válida que permanece, aún por encima de patrones y prejuicios.
Ciertamente cosas de locos que no buscan asirse, ni a nadie ni a nada, porque ni nadie ni nada, valen la pena las ataduras de pensamientos, ni de siquiera de criterios para hacer vivible la vida en relaciones de tus, por sobre lo que fuese. No son los colores, ni las formas de plasmarlos, porque las paletas difieren una de otras en la amalgama de las combinaciones sin fin de las mezclas que pudiesen pensar que esto así es mejor, y que aquello otro, pueda que también lo sea, porque también lo es; porque las circunstancias tan cambiantes de un instante a otro, y de otro a otro, en instantaneidades de segundos irrepetibles, llevan a la sutileza de lo sensible a las cosas verdaderamente profundas, para no tener ni siquiera raíces, ni ramas, ni hojas, ni tallo, sino la maravilla de la constante búsqueda y encuentro al mismo tiempo, que generan inseguridades e incertidumbres, que liberan y atan en una trabazón incomprensible de un círculo en expansión y en intuición permanentes. Cosa de locos, ciertamente.
Verdad ésta, la del existir-existiendo en intensidad plena y en intensa plenitud que marcan una eterna fuga en un eterno encuentro liberador y aterrador, por las inseguridades profundas del pensamiento y del sentimiento, que no dan un asidero que dé seguridad o descanso, porque no se descansa y nunca se cansa para descansar; o pretender con ello limitar la misma experiencia de continuar, a lo que se siente obligado a no poder detenerse, por más que quisiera hacerlo, ya por necesidad de lógica del reposo y de la llegada que darían sosiego y alivio. Pero se trata de un continuar-continuando, aún en la aparente pasividad, que no es sino un nuevo impulso al impulso que se lleva en esa fuerza de la energía que nunca reposa, ni en el reposo, que tanto se anhela y se aspira. Quizás por eso, o por otros motivos recónditos del ser mismo, no se puede ni siquiera pensar que se ha llegado, porque apenas el camino comienza a comenzar, y en esa experiencia nunca se acaba la marcha, dejando en una expectativa de lo que fue y no pudo ser, en lo que ya estaba siendo, porque así eran las circunstancias, cambiantes en la singularidad de la cromo-cosmogonía de la grandeza y sutileza entramada del presente eterno que nunca deja de acabarse ni de ser, sino la con la negación total de la falta de movimiento y movilidad de la funesta presencia de la muerte, y todo lo que ella supone y conlleva, en su inamovilidad atrapante y avasalladora, que lo inmoviliza todo. Porque la quietud es sinónimo de muerte, con su pasmosa presencia de putrefacción por donde hace su paso, sumiendo al ser que es movimiento por excelencia, en una negación total del más mínimo vestigio de latido y exuberancia que es en sí el moverse en cualquiera de sus fascinantes facetas.
Tal vez, por eso, es que se quiera conquistar la luz. Y, tal vez, por eso y por otros muchos motivos más, la luz es la gran aspiración de ser que vive, porque todo ello es movimiento, pues la luz no es sino movimiento puro. Tal vez, por eso que donde haya movimiento hay rayos de luz que iluminan y dan y justifican la vida, que no es otra cosa que la luz misma, como tal en su esencia en movimiento. Por eso es cromo-cosmogonía. Cromo, porque todo es una gama de colores que implican y suponen otras muchas sub-gamas de muchos colores, y que a su vez, exigen y reclaman otras sin fin de gamas de coloridos hasta indescifrables y no descubiertos por el ojo humano, en el mundo de las luces, porque las combinaciones generan los colores, y estos en movimiento variable, como variables son las circunstancias de cada acontecer, que es y no es al mismo tiempo; porque no es asible, ni en la mayor pretensión de conseguirlo, pues en eso consiste, entonces, la grandeza y sublimidad del arte, como la expresión aún no plasmada en su perfecta plenitud, que lleva a seguir disfrutando de lo bello en una altura ascendente hasta la belleza misma, que mucho menos es asible, mucho menos encarcelable o encajonable, sino por las vibraciones sensoriales de los sentidos que poseen la magia y la virtud de poder asimilarlo en esas instantaneidades fugaces en movimiento, que pasaron y pasan en la eternidad del presente mágico que embelezan y engrandecen el alma en un arrebato de sorpresa y admiración insospechada y totalmente novedosa de la espontaneidad producida por la luz que atonta en la estupidez del asombro que llevan a la súper sensibilidad del espíritu y de la mente y del cuerpo sensorial, que es por donde se capta todo y sin el que nada de toda esa experiencia fuese posible. Quizás por eso que lo bello es bello en instantaneidad de segundos que solo se capta por lo sublime del momento en que se percibe, distinto del siguiente o del antes, porque se captura en la fraccionalidad vivida en intensidad de la unidad existencial.
Es cuando el arte es tan vital como el aire mismo, o como la luz, para interpretar la belleza de la vida misma y en su plenitud. Arte como encuentro y como hallazgo en su ascendente escalada de la perfección en evolución innegada y necesaria del hombre hacia una meta todavía no conseguida, pero en vías de ella, como fases nuevas de la tridimensionalidad que relativiza todo, en aras de futuro como fin inacabado y perfectible siempre de la rueda que nunca llega a su inicio para encontrarse siempre en constante movimiento en el perseguimiento de la luz, que nunca deja atraparse.
Eso mismo vivido en el eterno presente, lleva a la plenitud del momento, sin desfases ni desplazamientos.

Eso parecía estar sufriendo la muchacha. Había dejado sus momentos sin vivirlos en sus respectivas oportunidades, y sentía algo de nostalgia. Eran trozos de tiempos y espacios de lugares concretos en una temporalidad vivida, que hubiese querido rescatar. Pero eran trozos de tiempos, que no se podían recomponer. Tal vez, por eso, se le humedecían los ojos, por lo que fue y no fue, pero que había sido como habían sido sus circunstancias, distintas de las de ahora, y del momento siguiente, ya que la vida y su transcurrir es una eterna sucesión de circunstancias, mas no una circunstancia eterna, porque sería un eterno ahogo del que no se saldría nunca; sino, una tras otra, y en constante cambio, tanto de colores como de matices y ángulos de esa maravillosa y sorprendente tridimensionalidad de momentos sin fin, pasados y vividos en fraccionalidades de tiempos conectados y en cadena.

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 11

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La enfermera se desenvolvía a la perfección en sus menesteres y actividades de su oficio. Era el centro en esa sala, tanto para los pacientes como para el mismo médico. Todo dependía de ella. Cuando ante cualquier eventualidad adversa el ambiente se ponía turbio, ya por el estrés de algún paciente o su familiar, o por la desconsideración de la angustia de la espera de los que se impacientaban en la sala por una buena noticia, ella era la catalizadora y la persona ideal para llevar todo a la tranquilidad. Tal vez, por eso se le había desarrollado una especie de faceta de diplomática. Sabía conversar con todos, a unos escuchaba, y a otros colocaba en sus respectivos lugares y puestos, cuando alguien se olvidaba de su lugar y espacio de su tiempo histórico y circunstancial, cambiante de un momento a otro, en levísimos parpadeos de instantaneidades, tan fugaces y volátiles como un tiempo de otro.
La enfermera, sin embargo, también era víctima y presa de sus propias circunstancias. Nadie se escapa de la rueda del tiempo y del espacio histórico de los que le toca vivir en su existir-existiendo. Ella no era la excepción. No podía serlo. De lo contrario, las consecuencias serían terriblemente peores y desbastadotas en su propia contra, y los resultados podrían ser desastrosos, como lo son, para el que se enajena y se escapa de sus propios momentos, en aras de un ideal o de cualquier otro principio añadido, aun en el supuesto bienestar personal, del que, inclusive ha de ser sacrificado en una sana relación con el entorno concreto, y que no deja de ser que pura concreción histórica, en trabazón con un espacio y tiempo determinados. Lo contrario sería inevitablemente la locura.
En sus tiempos de menos años, la enfermera, se había unido en una relación con su actual y única pareja. Hacía ya casi de quince años. A medida que iba pasando el tiempo, en lugares y circunstancias cambiantes, como son los engranajes de una vida, habían tenido un hijo. Su pareja nunca había trabajado para proveer, como propio del macho en todas sus especies, y  más en el hombre en toda su historia desde la prehistoria, y los roles se habían invertido por la conveniencia del amor de juventud, en donde sobran las fuerzas y las energía, aún para ir contra todo prototipo de esquemas sociales y familiares, a los que se reta, se enfrenta y se les contradice. Ella se había llevado a su consorte a vivir en casa de su familia, y en la casa de su propia madre, apenas compartían una habitación. En los primeros años aquella situación no era pesada, ni en lo más mínimo, porque se trataba de retar todo esquema, todo en aras de un verdadero amor, por el que se es capaz de rivalizar con el mundo entero. Ella trabajaba y estudiaba. Él vivía del sueldo de su compañera. Para ella, no era necesario que él trabajara; de su amor vivirían y ella afrontaba todas las vicisitudes y penurias que tal amor exigían y representaba. No era eso ningún problema. Se reían del mundo, y gozaban de su amor.
Las circunstancias son cambiantes, unas de otra, en instantaneidades de segundos en cadena irrepetible, y nunca son las mismas circunstancias, a pesar de ser los mismo sujetos y la misma historia, porque son nuevos los lugares y los tiempos y las fracciones de la eternidad del tiempo cambiante, en su eterna rueda del molino de la historia.
Habían pasado los años. Se habían acumulados circunstancias con otras circunstancias y hacían una circunstancia mayor, y ahora, tenían a la enfermera en una situación muy particular de tensión y casi desesperación. Lo que había sido un desafío, como ya todo cambia, el momento era que ese desafío se había convertido en una nueva etapa. Ahora, su amor, su cuerpo, y su seguridad de madre y de esposa, le reclamaban su propio nido y su propio territorio, como sucede en todo género, aún animal, y por sobre todo éste. El compañero no había desempeñado su rol de proveedor. Y eso le estaba pesando mucho a ella. Vivían todavía de su sueldo. Y las circunstancias eran otras. Ahora el hijo tenía casi quince años y sus exigencias eran distintas. Ella misma ya tenía veinte años más. Y dependían de su madre bajo su mismo techo. Aún sus actividades sexuales eran distintas con su pareja. Ahora era como una obligación, y no tenía el mismo encanto. El tener que mantener a su compañero la iban enfriando sexualmente y su apetito físico por las caricias de su compañero, le estaban resultando un martirio y un sacrificio de mucho costo, porque ya no la encendían como encendían sus manos y su olor, en tiempos y momentos distintos ya vividos, por la sencilla razón de que se trataba de otros momentos y de otras dimensiones nuevas y viejas, al mismo tiempo, en acumulación constante de la cadena del tiempo en sucesión sin fin. Ella estaba necesitada de sentirse protegida, de sentirse apoyada, de sentirse arropada. Su instinto de mujer le reclamaba eso a esas alturas de su vida. Era la misma mujer, pero en evolución de tiempos y espacios de su propio tiempo concreto, con nuevas necesidades psicológicas, hormonales, sociales y físicas. Era la misma, en eterno cambiamiento de sucesiones de tiempos nuevos provocados y exigidos por los cambios de circunstancias, que nunca son las mismas, a pesar de ser el mismo sujeto.
Habían adquirido un carrito, y lo estaban pagando todavía. La idea era que su compañero trabajara de taxista, y con lo que fuese produciendo, además de cubrir las necesidades elementales del hogar, pudiese cubrir las mensualidades de la deuda de la adquisición. Y todo ello en miras de ir poco a poco poniendo las bases sólidas de su independencia, al buscar y pretender con toda lógica natural de sus tiempos y espacios, su propio hogar. Las cosas no habían resultado como se habían planificado. El carro no daba ni para pagarse a sí mismo. No alcanzaba el dinero que debería producir, y apenas daba para cubrir el pago de sus propias reparaciones, porque desde un comienzo, era más el tiempo que el carro estaba en el taller, por esto o aquello que no funcionaba. El dinero era para pagar la mecánica. Y hasta parte del sueldo de ella era para cubrir lo que no abastecía por sí mismo lo que debería estar produciendo, que aunque los produjera su compañero no lo reportaba, ni lo juntaba para la casa, sino que todo era según él solamente pérdida, y así todas las semanas, y siempre. Las cosas seguían acumuladas. Ahora, sin casa, como antes y como desde un comienzo; con un hijo que crecía y exigía acompañamiento en todos los sentidos; y con una deuda nueva que no le daba descanso porque el banco igual cobraba, y si se retrazaba le sumaba los intereses que no perdonan espacio ni tiempo ni lugar. Esa situación había sido motivo de disgustos. Su propia madre la enfrentaba y le recriminaba de tener un compañero que era un mantenido. Esa era la verdad. Ella había hablado con él y le había colocado varios plazos. Ya muchos plazos se iban acumulando, y las cosas seguían igual; peor, porque se iban sumando a la suma de las circunstancias para hacer una mayor.
La enfermera hablaba con disgusto de su pareja. Había hacia él un cierto fastidio acumulado y una insatisfacción creciente. Ella se encontraba un tanto asfixiada. A veces no quería regresar a la casa. Prefería quedarse hasta tarde en el horario de su trabajo.
Tal vez, eso era lo que se dibujaba en el rostro del cansancio de esa mañana, desde muy temprano, a pesar de ser tan temprano para reflejar cansancios. Pero habría que ahondar en la noche anterior y en su acumulación de tiempos y espacios, que la tenían en la circunstancia de ahora, distinta en fracciones de tiempos diferentes de todas las anteriores y posteriores desde ese momento, en la acumulación de su historia personal.

Se mantenía el ultimátum dado a su pareja, sin embargo. Pero se sumaba a los muchos ya dados, y se repetiría la historia, tal vez. Quizás, él tendría otra pareja. Cabía en las posibilidades…

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 12

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Había sonado uno de los celulares anunciado una llamada entrante.
-- ¡Aló! – se oyó en tono grueso en la atención de la llamada. Atendía el teléfono el señor.
En ese momento, la enfermera y la muchacha estaban hablando del peinado y de la asistencia semanal a la peluquería, por parte de la enfermera. En cierta manera ella se estaba justificando, y se llevaba las dos manos a la parte de la nuca, para acompañar con ese gesto un poco reacio indicando que tenía el cabello sucio, y que no había tenido tiempo para lavárselo. Tal vez, eso mismo estaría indicando que estaba entrando en un estado de dejadez y de descuido, que se recriminaba en el gesto de las manos en el cabello, y del que no quería tener conciencia de lo que estaba pasando.
Las dos mujeres conversaban a sus anchas del pelo y de sus cuidados. Hablaban de cómo plancharlo y de la marca de una máquina especial que hacía más fácil y rápido ese trabajo de rutina. Era la muchacha quien llevaba la batuta en esa conversación. El señor, no hacía más que mirarlas en su tertulia, antes de que sonara el teléfono.
-- Tengo que ir todos los sábados a que me jalen el cabello – apuntó en su oportunidad la enfermera.
-- Esa es otra cosa – volvió a acuñar su queja la enfermera – que tiene que sufrir uno como mujer para estar bonita y la quieran… ¡No, manita!…-- a la vez que acompañaba ese comentario con una carcajada entre burlona y  algo de resignación. Parecería que fuese una protesta y una rebeldía camuflada de aceptación de su realidad femenina. Tal vez, sería una protesta…
El señor atendió la llamada. Después de hablar menos de diez o quince segundos en sus respuestas afirmativas y confirmativas a su interlocutor, cerró su celular y lo volvió al bolsillo derecho de su pantalón.
-- Eso es otra cosa --- la enfermera se adelantó a cualquier otra intervención – una tiene que mantenerlos y tenerles la comida a la hora, y la ropa limpiecita… Ellos no hacen nada… Son los reyes… Una es una sirvienta y esclava… Tengo que llegar a hacerles el almuerzo… Ellos no… Ellos llegan y tienen todo servidito…
Era un cúmulo de cosas represadas en la enfermera. Tal vez estaría respirando por la herida, o quizás, cada cosa le ahondaba más la herida y se la hacía mayor en su cúmulo de circunstancias… Entonces empezó a contar su situación.
La muchacha la miraba. También el señor. De vez en cuando la muchacha y el señor se miraban y reían ante alguna ocurrencia oportuna de la enfermera, que relataba su situación sin tragedia y si con mucho de humor y espontaneidad. No podía faltar mucha jocosidad en su relato.

-- Y, ¿cómo va a tener sexo, uno así? – preguntó la enfermera en su historia, sin buscar que nadie le respondiera, sino como justificando en voz alta su escasez de apetito marital. Había en sus gestos un dejo de molestia consigo misma, pero su manera de contar su historia era fascinante y divertida, y ella misma lo disfrutaba con sus propias maneras femeninas de moverse en el transcurso de su desahogo fluido y natural. Todo parecía indicar que era más bien divertida su situación. Tal vez no lo sería…

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 13

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En un extracto de la carta de Vincent van Gogh a su hermano Théo, del 3 de abril de 1878, el pintor volvía sobre un tema conversado epistolariamente con su hermano, y le decía que había quedado inquieto en las palabras «somos lo que éramos ayer»… Pero para seguir fiel a esa palabra, no se puede retroceder, y cuando se ha empezado a considerar las cosas con una mirada libre y confiada no se puede volver atrás ni claudicar (cfr. Cartas a Théo, Ámsterdam, 3 de abril de 1878).
Lo andado, en todo caso queda como andado. Ya no se volverá sobre los pasos de ayer, sino en actitud de nostalgia, que en todo caso, igualmente, es una añoranza enfermiza, o manipuladora en algunos de los casos para ser doblemente quejumbrosa y lamentable.
Lo vivido es lo que cuenta. Lo vivido a pulmón pleno y a conciencia. De lo contrario, se van dejando trazos de presente en un pasado que se acumula y que  entorpecen el momento que viene, que es lo que cuenta, en la plenitud de una conciencia actualizada y actualizante de cada momento que exige existir-existiendo.
Todo es cuestión de hacer de la vida el arte de vivir, para hacer precisamente, que todo sea bello, aunque en si no lo sea, por lo menos para trascender el espacio y el tiempo y el lugar.
La muchacha tenía porfiria. Vincent van Gogh, según algunos estudiosos de su obra y su vida, afirman y sostienen que también tenía porfiria. Eso explicaba algunas reacciones de aparente locura y demencia del pintor. Eso mismo lleva a admirar y a querer su obra en el aporte del crecimiento de la humanidad, de manera muy especial.
Se trata de sumirse en la plenitud del tiempo temporal vivido por ese genio que vislumbra con su obra en la profundidad de un espacio y lugar vivido con realismo demencial, que buscaba en sus entrañas la fiereza de su incomprensión de tiempos en destiempos,  para comprender su expresión inexplicada e incompleta, sino en la siguiente obra y en la siguiente, en su cadena de sufrimiento que roería su naturaleza con la pudedumbre de lo inacabado y sin finitud, de un eterno sufrimiento, expresado y tipificado en la común denominación de la locura. No sería locura. Tal vez, sería porfiria.
Es para quedarse pasmado y asustado frente a muchos de sus autoretratos que buscarían mitigar, tal vez, o dominar, o comprender, o asir con determinación y fuerza a la fuerza que lo doblegaba con crueldad avasalladora con la experiencia de un fuego eterno en lo más profundo de su hueco sin fondo, de una llama que no terminaba ni de aflorar en plenitud para arrasar de una vez por todas para poner fin y agradecerlo infinitamente; como tampoco que se extinguía para dar descanso a su fragilidad que gritaría en trazos de sus brochas finas en su pulso manejado, para dar en cada tela el grito de la locura que le quemaba incesantemente y sin piedad. Tal vez, no sería locura. Tal vez, porfiria.
Eso llevaría a comprender con espanto, con asombro y con admiración su obra, en especial en sus autoretratos la constante manifestación de plasmar sus demencias provocadas por el fuego extraño y de vísceras abultadas, para gritar y volver a gritar y no conseguir su propio eco ni el sonido de su propio gorgoreo atragantado que le impediría auto escucharse y encontrarse ya expresado para por fin de tan extraño fuego un día poder descansar, porque ya lo habría atosigado y asfixiado al tenerlo en su mano. Tal vez, la oreja sería su propio obstáculo en escuchar eso mismo que no lograba susurrar, ni en el cuadro siguiente, ni en el otro… Tal vez, no sería locura…

¡Ay, qué locos y cuántos que se han tenido, y que no eran sino víctimas de sus tiempos, espacios y tiempos, y que nos llevan a sufrir y a padecer al comprender que eran circunstancias concretas de sus tiempos vividos! Tal vez, no sería locura…

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 14

(14)       


La muchacha estaba bien. Su tratamiento de ese día transcurría con normalidad, a pesar del pequeño incidente que la había colocado en las fronteras de un infarto.
Ahí estaba. Conversaba con la enfermera cuando ella se adentraba en la sala. Conversaba con el señor, con quien mantenía una relación franca y directa. Parecían un par de enamorados por la sinceridad de la conversación y por la soltura con que todo se daba. El buen humor, que es necesario en los enamorados para despertar chispas de belleza en la tertulia más superflua y etérea, para encontrarle sentido al sin sentido de estar hablando de todo y de nada al mismo tiempo, pero deseando no alejarse el uno del otro, parecía estar reinando entre el señor y la muchacha. Había buena vibración y sintonía en la sala. Parecían enamorados, pero no lo eran, por lo menos en reciprocidad y correspondencia en el caso de haberse dado esa posibilidad en una de las partes. Pero no era sino un tiempo, un espacio y un lugar concretos de una circunstancia histórica, y se trataba de no dejar trazos de presente para intentar armarlos y reconstruir pasado ese momento, en otros momentos distintos de ese. Era asunto de presente en presente, exigiendo vivirse a pleno pulmón, como ha de ser cada convivencia y relación entre dos tú en plena comunicación.

La muchacha se reía de todo y por todo. Tal vez, no sería locura. Tal vez, sería porfiria…

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 15

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 En la misma carta a Théo del 3 de abril de 1878, Vicent le escribía a su hermano, después de preguntarse y responderse él mismo sobre el significado de la frase “somos lo que éramos ayer”, y de cuestionarse en relación del conocimiento de la historia como caudal suficiente para adquirir sabiduría y profundidad y convertirse en hombres profundos y espirituales,  le comenta a su hermano, que “nuestro fin en primer término debe ser el de hallar un lugar determinado y un oficio al cual podamos consagrarnos enteramente”. En esa misma carta le hablaba a su hermano del fuego inspirador que se debe tener para vivir la originalidad de una vida, y de la necesidad imperiosa de dominar bien un oficio y conocerlo, para desde ese mismo dominio poder dominar todos los demás.
“El que vive sinceramente y encuentra penas verdaderas y desilusiones, que no se deja abatir por ellas, vale más que el que tiene siempre el viento de popa y que sólo conoce una prosperidad relativa” – decía en la misma correspondencia. En esas personas se comprueba la manera más visible de un valor superior (indeffesi favente Deo).
Y es cuestión de volver a los trazos enigmáticos del pintor en sus cuadros para mirar y sorprenderse en la estupefacción de la sorpresa misteriosa, que encuentra a través de los impresionantes sensores, más enigmáticos aún, de los sentidos que lo captan todo en la rapidez de un parpadeo que permite registrar para después procesar los hechizos de esos detalles que capta y asimila igualmente, y con majestuosidad la grandeza sutil que lo mueve a seguir contemplando sus obras y sus cuadros, como paralizado y hechizado de la magia que lo inutiliza aparentemente, pero que lo transforma al hacerlo y convertirlo en un contemplador activo sin saberlo, sino en la profundidad de las conexiones cerebrales que activan un sinfín de mundos de colores en la inmensa gama de la cromo-cosmogonía, a través de la que mantiene la estrecha conexión y comunicación de los sentidos en una maravillosa expectación que es saboreada sutilmente en el diálogo de dos seres que se comunican en un diálogo perfecto e intuido. Tal vez, por ese mismo hechizo electrizante en descargas de corriente imperceptibles y de muy baja frecuencia para ser cuantificable por instrumentos de medida inventados, sino por las hondas mismas del cerebro a través de la multiplicidad sensorial que lo capta y asimila todo y en todo, es que se da ese incomprensible diálogo del pintor que lo ha plasmado todo desde su penuria, carencia y sufrimiento transmitidos en el trazo de la tela que refleja su necesidad de dialogar en el grito del color de la pincelada que transmite lo que le quema por dentro, y que lo impela, al mismo tiempo, a buscar interpretar lo que él mismo ni siquiera precisa ni comprende, sino en pinceladas secuenciales de un dolor captado y transmitido, pero inacabado en su eterno penar, que lo obliga a seguir en el siguiente cuadro, a pesar de que ya pareciera que estaba hecho, y todo fuese un mismo repetir del objetivo ya plasmado; pero que no está agotado todavía, porque no se le agota nunca la penuria en sufrimiento de su constante padecer.
Precisamente, porque en eso consista, tal vez, la energía y la fuerza del artista y del pintor, que transmite inacabadamente su eterno padecer que nunca acaba ni se agota, ni con la repetición de la misma obra en apariencia, por ser distinta, igualmente la circunstancia y el momento en el tiempo que lo llevara a plasmar lo que por sensaciones volátiles y escapadizas de la emoción le hicieran en algo comprender que lo comprende y lo entiende, y quizás por eso es que vuelve a lo ya andado, y dando con eso mismo, un adelanto en su camino ascendente de su autoencuentro nunca encontrado, sino en fraccionalidades de instantaneidades sometidas a la fragilidad y debilidad de la tridimensionalidad de un espacio, tiempo y lugar determinados, y fugaces como la luz en su inacabada experiencia de ser atrapada y permanente en un mismo tiempo y lugar, al mismo tiempo.
Entonces, ya no sería porfiria. Tal vez, sería locura.
Y con ello se cambian de lugar las situaciones y las experiencias, porque no se sabe si era primero la locura, o si primero la porfiria; o si una determinaría a la otra y la condicionaría; o si una fuera la causa y otra la consecuencia. O ni para saber… Tal vez, ya no sería locura; como tampoco, tal vez, la porfiria.
“El que vive sinceramente y encuentra penas verdaderas y desilusiones, que no se deja abatir por ellas, vale más que el que tiene siempre el viento de popa y que sólo conoce una prosperidad relativa”. Y eso obliga a volver a mirar sus cuadros repetidos de sus autoretratos para encontrar entre ellos sus sutiles diferencias, y con ello, igualmente encontrar nuevos sufrimientos expresados tal vez en el anterior, y mitigados o disimulados, o quizás con más fuerza de la constante por ser siempre obras del mismo pintor.
Tal vez, ya no sería porfiria… Tal vez, sería locura…
Y en ese eterno debatirse en su lucha encontrada e huidiza en la fugacidad de lo pasajero de suma de distintos tiempos en cadena, sin dar tiempo de medirse para precisar que es aquí, o que es ahora; sino que es y no es, porque era y ya no fue; fue y ya no era; es, pero se esfumó en la imperceptibilidad de lo etéreamente pasajero, es que vuelve a buscar o intentar, por lo menos, plasmar lo que ya era de por sí tan volátil como la sensación en cadena de una transparencia de colores y de luz al mismo tiempo, que no se dejan atrapar sino por la experiencia de su misma intuición y profundidad que lo llevan a sentir lo que se siente, y que no logra comprensión, sino en la locura.
Tal vez, ya no sería porfiria; tampoco sería locura… sino Vincent van Gogh. Tal vez…
 Y todo eso serían una circunstancia de un tiempo histórico concreto en un espacio y lugar determinados, en búsqueda de su propia identidad para ubicarse en el exigirse existir-existiendo, en donde el lienzo y los colores con sus trazos tecnificados y dominados con la pericia de su arte, sin descartar en nada sus tumultuosos encuentros todos cargados de un sin fin de emociones, opuestos y contrapuestos unos de otros, pero experimentados en la profundidad de arrebatos sensoriales, le llevarían a superarse y con ello transcender sus propias sensaciones momentáneas,  desgarradoramente dolorosas por el cansancio de circunstancias acumuladas en su situación de locura y de porfiria; sin saber cuándo era una y cuándo la otra, y cuándo las dos al mismo tiempo; o si era una primero, y otra después, y en qué precisos momentos una cedía el puesto a la siguiente; o por el contario, se amorochaban para manifestarse igualmente de manera tumultuosa.
Entonces, sería locura; y no, porfiria.
O, tal vez, sería desesperación en su angustia desesperante y sin descanso en un eterno retorno cada vez más convulsionante en la fragilidad de una temporalidad física de espacio y lugar determinados, aflorados en una, igualmente, debilidad siempre en mayor intensidad como creciente serían sus ataques.
Tal vez, entonces, sería porfiria. O, tal vez, sería locura…
Y todo ello para amalgamar en una misma realidad la triste y comprimida figura del artista en su eterno padecimiento, que buscaría, tal vez, una y otra vez más, asir por el cuello si fuera posible hacerlo, el monstruo de su realidad que lo sumergía sin remedio a la desesperante experiencia de no tener descanso, ni alivio en su incomprensible situación y realidad. Tal vez…  Tal vez…
Quizás, por eso es que su en su cromo-cosmogonía a la luz tenía que acudir para plasmar en colores lo que en variados matices se le presentaban en su nefasta y mortal vivencia; para en eso mismo trascender su espacio y tiempo, y con eso mismo ayudar en el grito no escuchado, a pesar de andar siempre gritando en los colores que no serían sino su misma búsqueda de salud, y su salud en tan tormentosas situaciones que dan espanto, miedo y susto solo el imaginase cómo habrían de ser, precisamente, por la inexplicable conexión entre lo que sería su locura, pero que también sería al mismo tiempo porfiria; sin saber si eran una misma realidad en su temporaria fragilidad.
Eso mismo lleva a maravillarse de lo grande de su experiencia, ya plasmada en sus óleos y pinturas, con sus característicos rasgos de locura y demencia. Más todavía, al ser el gran intérprete de su dolor y situación, y al dar la máxima definición que se pueda tener de sabio alguno sobre lo que es el arte, cuando en sus afanes de captar y capturar al mal que lo devoraba fatídicamente y sin piedad, para poder dominarlo y no lograrlo porque no era asible en la situación incomprensible de su realidad, por lo complicado de la trabazón de sus dos circunstancias de porfiria, por una parte, y de locura, por otra, que se juntaban y agrandaban el mal en una desesperación sin terminal ni puerto de llegada, sino con la muerte; y esta de cualquier manera por ser tan espantosa la realidad en su mortal y decadente fragilidad, también física y por sobre todo mental.
Quizás, por eso es que cuando Vincent van Gogh define lo que es el arte dice que es el grito que le da la naturaleza para que la interprete. Y no era otra su tarea. Tal vez, locura…. O tal vez, porfiria…
Y, entonces, no se sabe si estar agradecidos de porfiria en el caso de van Gogh, cosa que fuese terrible ese agradecimiento en aras de una felicidad y una eterna angustia; o de su locura, o de su gran profundidad para transcender su tiempo, espacio y lugar, para hacerlo grande entre los grandes, como también grande en su incomprensión, pero grande en la admiración que se ha de tener por este pintor.
Ya no sería la locura… Ya sería Vincent van Gogh, del que son sin separación, ni locura, ni porfiria, para comprender la grandeza de su obra, en su tiempo, espacio y lugar determinados en la fraccionalidad de la más maravillosa todavía tridimensionalidad de las circunstancias que son y no son, porque se suceden en secuencia refulgente, como refulge y desaparece la luz en los colores de la inmensidad, y sorprendente perplejidad de un momento que es fugaz como fugaz son los momentos en eternas instantaneidades, que exigen vivir-existiendo, sin dejar para otro momento el momento que se vive a plenitud, y sin dejar caer migajas de tiempos y espacios, para no querer tener que volver a destiempos a recoger lo que el tiempo devora en rapidez cambiante de un momento a otro, sin anuncios ni paradas, porque la vida no da segundas oportunidades.

Tal vez, sería locura… Tal vez, sería… Tal vez…

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 16

(16)       


Ya serían un poco más de las doce del mediodía.
La enfermera iba recogiendo algunos de los instrumentos de su trabajo y los iba colocando en sus respectivos armarios. La señora del aseo, estaba ya pasando la escoba por donde se lo permitiese los espacios, para ir adelantando en sus faenas de limpieza. El médico todavía seguía en su consultorio, porque todavía había en la sala algunos pacientes esperando que los atendiera.
La muchacha ya había terminado de recibir su tratamiento, y se estaba colocando un suéter, mientras seguía conversando, sin faltar su sonrisa.
El señor todavía esperaba que se consumiera todo el suero extra que le habían colocado para lavar bien las venas, como es la rutina en esos casos.
Se estaba pasando de un instante a otro en los muchos de la instantaneidad vivida en esa mañana en esa sala, y en cualquier y todas las partes del mundo sin ser la excepción, de espacios, lugares  y tiempos determinados; pero en cadena sin detenerse en nada, ni siquiera para reparar el momento recién andado. Continuidad de presentes de un eterno presente, vivido y transitado en fraccionalidad de momentos…

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 17

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-- ¡Ya sabe… el nueve…! – dijo la muchacha al señor, quien asentía con un movimiento afirmativo de cabeza, a la vez que se retiraba y se dirigía a la puerta para salir de la sala en donde había estado toda la mañana.

La muchacha le había lanzado un beso al aire al señor, con su característico sonido al pasar el viento por la boca cerrada en forma de hacer buches, y le batía la mano derecha de manera juguetona en la despedida. El señor le había correspondido con un movimiento reverencial de cabeza y de tronco su gesto, e igual le batía la mano en señal de despedida, después de darle la mano a la enfermera y desearle buen resto de día, y de despedirse…