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La enfermera se desenvolvía a la perfección en sus menesteres y actividades
de su oficio. Era el centro en esa sala, tanto para los pacientes como para el
mismo médico. Todo dependía de ella. Cuando ante cualquier eventualidad adversa
el ambiente se ponía turbio, ya por el estrés de algún paciente o su familiar,
o por la desconsideración de la angustia de la espera de los que se
impacientaban en la sala por una buena noticia, ella era la catalizadora y la
persona ideal para llevar todo a la tranquilidad. Tal vez, por eso se le había
desarrollado una especie de faceta de diplomática. Sabía conversar con todos, a
unos escuchaba, y a otros colocaba en sus respectivos lugares y puestos, cuando
alguien se olvidaba de su lugar y espacio de su tiempo histórico y
circunstancial, cambiante de un momento a otro, en levísimos parpadeos de
instantaneidades, tan fugaces y volátiles como un tiempo de otro.
La enfermera, sin embargo, también era víctima y presa de sus propias
circunstancias. Nadie se escapa de la rueda del tiempo y del espacio histórico
de los que le toca vivir en su existir-existiendo. Ella no era la excepción. No
podía serlo. De lo contrario, las consecuencias serían terriblemente peores y
desbastadotas en su propia contra, y los resultados podrían ser desastrosos,
como lo son, para el que se enajena y se escapa de sus propios momentos, en
aras de un ideal o de cualquier otro principio añadido, aun en el supuesto
bienestar personal, del que, inclusive ha de ser sacrificado en una sana
relación con el entorno concreto, y que no deja de ser que pura concreción
histórica, en trabazón con un espacio y tiempo determinados. Lo contrario sería
inevitablemente la locura.
En sus tiempos de menos años, la enfermera, se había unido en una
relación con su actual y única pareja. Hacía ya casi de quince años. A medida
que iba pasando el tiempo, en lugares y circunstancias cambiantes, como son los
engranajes de una vida, habían tenido un hijo. Su pareja nunca había trabajado
para proveer, como propio del macho en todas sus especies, y más en el hombre en toda su historia desde la
prehistoria, y los roles se habían invertido por la conveniencia del amor de
juventud, en donde sobran las fuerzas y las energía, aún para ir contra todo
prototipo de esquemas sociales y familiares, a los que se reta, se enfrenta y
se les contradice. Ella se había llevado a su consorte a vivir en casa de su
familia, y en la casa de su propia madre, apenas compartían una habitación. En
los primeros años aquella situación no era pesada, ni en lo más mínimo, porque
se trataba de retar todo esquema, todo en aras de un verdadero amor, por el que
se es capaz de rivalizar con el mundo entero. Ella trabajaba y estudiaba. Él
vivía del sueldo de su compañera. Para ella, no era necesario que él trabajara;
de su amor vivirían y ella afrontaba todas las vicisitudes y penurias que tal
amor exigían y representaba. No era eso ningún problema. Se reían del mundo, y
gozaban de su amor.
Las circunstancias son cambiantes, unas de otra, en instantaneidades de
segundos en cadena irrepetible, y nunca son las mismas circunstancias, a pesar
de ser los mismo sujetos y la misma historia, porque son nuevos los lugares y
los tiempos y las fracciones de la eternidad del tiempo cambiante, en su eterna
rueda del molino de la historia.
Habían pasado los años. Se habían acumulados circunstancias con otras
circunstancias y hacían una circunstancia mayor, y ahora, tenían a la enfermera
en una situación muy particular de tensión y casi desesperación. Lo que había
sido un desafío, como ya todo cambia, el momento era que ese desafío se había
convertido en una nueva etapa. Ahora, su amor, su cuerpo, y su seguridad de
madre y de esposa, le reclamaban su propio nido y su propio territorio, como
sucede en todo género, aún animal, y por sobre todo éste. El compañero no había
desempeñado su rol de proveedor. Y eso le estaba pesando mucho a ella. Vivían
todavía de su sueldo. Y las circunstancias eran otras. Ahora el hijo tenía casi
quince años y sus exigencias eran distintas. Ella misma ya tenía veinte años
más. Y dependían de su madre bajo su mismo techo. Aún sus actividades sexuales
eran distintas con su pareja. Ahora era como una obligación, y no tenía el
mismo encanto. El tener que mantener a su compañero la iban enfriando
sexualmente y su apetito físico por las caricias de su compañero, le estaban
resultando un martirio y un sacrificio de mucho costo, porque ya no la
encendían como encendían sus manos y su olor, en tiempos y momentos distintos
ya vividos, por la sencilla razón de que se trataba de otros momentos y de
otras dimensiones nuevas y viejas, al mismo tiempo, en acumulación constante de
la cadena del tiempo en sucesión sin fin. Ella estaba necesitada de sentirse
protegida, de sentirse apoyada, de sentirse arropada. Su instinto de mujer le
reclamaba eso a esas alturas de su vida. Era la misma mujer, pero en evolución
de tiempos y espacios de su propio tiempo concreto, con nuevas necesidades
psicológicas, hormonales, sociales y físicas. Era la misma, en eterno
cambiamiento de sucesiones de tiempos nuevos provocados y exigidos por los
cambios de circunstancias, que nunca son las mismas, a pesar de ser el mismo
sujeto.
Habían adquirido un carrito, y lo estaban pagando todavía. La idea era
que su compañero trabajara de taxista, y con lo que fuese produciendo, además
de cubrir las necesidades elementales del hogar, pudiese cubrir las
mensualidades de la deuda de la adquisición. Y todo ello en miras de ir poco a
poco poniendo las bases sólidas de su independencia, al buscar y pretender con
toda lógica natural de sus tiempos y espacios, su propio hogar. Las cosas no
habían resultado como se habían planificado. El carro no daba ni para pagarse a
sí mismo. No alcanzaba el dinero que debería producir, y apenas daba para
cubrir el pago de sus propias reparaciones, porque desde un comienzo, era más
el tiempo que el carro estaba en el taller, por esto o aquello que no
funcionaba. El dinero era para pagar la mecánica. Y hasta parte del sueldo de
ella era para cubrir lo que no abastecía por sí mismo lo que debería estar
produciendo, que aunque los produjera su compañero no lo reportaba, ni lo
juntaba para la casa, sino que todo era según él solamente pérdida, y así todas
las semanas, y siempre. Las cosas seguían acumuladas. Ahora, sin casa, como
antes y como desde un comienzo; con un hijo que crecía y exigía acompañamiento
en todos los sentidos; y con una deuda nueva que no le daba descanso porque el
banco igual cobraba, y si se retrazaba le sumaba los intereses que no perdonan
espacio ni tiempo ni lugar. Esa situación había sido motivo de disgustos. Su
propia madre la enfrentaba y le recriminaba de tener un compañero que era un
mantenido. Esa era la verdad. Ella había hablado con él y le había colocado
varios plazos. Ya muchos plazos se iban acumulando, y las cosas seguían igual;
peor, porque se iban sumando a la suma de las circunstancias para hacer una
mayor.
La enfermera hablaba con disgusto de su pareja. Había hacia él un cierto
fastidio acumulado y una insatisfacción creciente. Ella se encontraba un tanto
asfixiada. A veces no quería regresar a la casa. Prefería quedarse hasta tarde
en el horario de su trabajo.
Tal vez, eso era lo que se dibujaba en el rostro del cansancio de esa
mañana, desde muy temprano, a pesar de ser tan temprano para reflejar
cansancios. Pero habría que ahondar en la noche anterior y en su acumulación de
tiempos y espacios, que la tenían en la circunstancia de ahora, distinta en
fracciones de tiempos diferentes de todas las anteriores y posteriores desde
ese momento, en la acumulación de su historia personal.
Se mantenía el ultimátum dado a su pareja, sin embargo. Pero se sumaba a
los muchos ya dados, y se repetiría la historia, tal vez. Quizás, él tendría
otra pareja. Cabía en las posibilidades…
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