martes, 15 de marzo de 2016

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 11

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La enfermera se desenvolvía a la perfección en sus menesteres y actividades de su oficio. Era el centro en esa sala, tanto para los pacientes como para el mismo médico. Todo dependía de ella. Cuando ante cualquier eventualidad adversa el ambiente se ponía turbio, ya por el estrés de algún paciente o su familiar, o por la desconsideración de la angustia de la espera de los que se impacientaban en la sala por una buena noticia, ella era la catalizadora y la persona ideal para llevar todo a la tranquilidad. Tal vez, por eso se le había desarrollado una especie de faceta de diplomática. Sabía conversar con todos, a unos escuchaba, y a otros colocaba en sus respectivos lugares y puestos, cuando alguien se olvidaba de su lugar y espacio de su tiempo histórico y circunstancial, cambiante de un momento a otro, en levísimos parpadeos de instantaneidades, tan fugaces y volátiles como un tiempo de otro.
La enfermera, sin embargo, también era víctima y presa de sus propias circunstancias. Nadie se escapa de la rueda del tiempo y del espacio histórico de los que le toca vivir en su existir-existiendo. Ella no era la excepción. No podía serlo. De lo contrario, las consecuencias serían terriblemente peores y desbastadotas en su propia contra, y los resultados podrían ser desastrosos, como lo son, para el que se enajena y se escapa de sus propios momentos, en aras de un ideal o de cualquier otro principio añadido, aun en el supuesto bienestar personal, del que, inclusive ha de ser sacrificado en una sana relación con el entorno concreto, y que no deja de ser que pura concreción histórica, en trabazón con un espacio y tiempo determinados. Lo contrario sería inevitablemente la locura.
En sus tiempos de menos años, la enfermera, se había unido en una relación con su actual y única pareja. Hacía ya casi de quince años. A medida que iba pasando el tiempo, en lugares y circunstancias cambiantes, como son los engranajes de una vida, habían tenido un hijo. Su pareja nunca había trabajado para proveer, como propio del macho en todas sus especies, y  más en el hombre en toda su historia desde la prehistoria, y los roles se habían invertido por la conveniencia del amor de juventud, en donde sobran las fuerzas y las energía, aún para ir contra todo prototipo de esquemas sociales y familiares, a los que se reta, se enfrenta y se les contradice. Ella se había llevado a su consorte a vivir en casa de su familia, y en la casa de su propia madre, apenas compartían una habitación. En los primeros años aquella situación no era pesada, ni en lo más mínimo, porque se trataba de retar todo esquema, todo en aras de un verdadero amor, por el que se es capaz de rivalizar con el mundo entero. Ella trabajaba y estudiaba. Él vivía del sueldo de su compañera. Para ella, no era necesario que él trabajara; de su amor vivirían y ella afrontaba todas las vicisitudes y penurias que tal amor exigían y representaba. No era eso ningún problema. Se reían del mundo, y gozaban de su amor.
Las circunstancias son cambiantes, unas de otra, en instantaneidades de segundos en cadena irrepetible, y nunca son las mismas circunstancias, a pesar de ser los mismo sujetos y la misma historia, porque son nuevos los lugares y los tiempos y las fracciones de la eternidad del tiempo cambiante, en su eterna rueda del molino de la historia.
Habían pasado los años. Se habían acumulados circunstancias con otras circunstancias y hacían una circunstancia mayor, y ahora, tenían a la enfermera en una situación muy particular de tensión y casi desesperación. Lo que había sido un desafío, como ya todo cambia, el momento era que ese desafío se había convertido en una nueva etapa. Ahora, su amor, su cuerpo, y su seguridad de madre y de esposa, le reclamaban su propio nido y su propio territorio, como sucede en todo género, aún animal, y por sobre todo éste. El compañero no había desempeñado su rol de proveedor. Y eso le estaba pesando mucho a ella. Vivían todavía de su sueldo. Y las circunstancias eran otras. Ahora el hijo tenía casi quince años y sus exigencias eran distintas. Ella misma ya tenía veinte años más. Y dependían de su madre bajo su mismo techo. Aún sus actividades sexuales eran distintas con su pareja. Ahora era como una obligación, y no tenía el mismo encanto. El tener que mantener a su compañero la iban enfriando sexualmente y su apetito físico por las caricias de su compañero, le estaban resultando un martirio y un sacrificio de mucho costo, porque ya no la encendían como encendían sus manos y su olor, en tiempos y momentos distintos ya vividos, por la sencilla razón de que se trataba de otros momentos y de otras dimensiones nuevas y viejas, al mismo tiempo, en acumulación constante de la cadena del tiempo en sucesión sin fin. Ella estaba necesitada de sentirse protegida, de sentirse apoyada, de sentirse arropada. Su instinto de mujer le reclamaba eso a esas alturas de su vida. Era la misma mujer, pero en evolución de tiempos y espacios de su propio tiempo concreto, con nuevas necesidades psicológicas, hormonales, sociales y físicas. Era la misma, en eterno cambiamiento de sucesiones de tiempos nuevos provocados y exigidos por los cambios de circunstancias, que nunca son las mismas, a pesar de ser el mismo sujeto.
Habían adquirido un carrito, y lo estaban pagando todavía. La idea era que su compañero trabajara de taxista, y con lo que fuese produciendo, además de cubrir las necesidades elementales del hogar, pudiese cubrir las mensualidades de la deuda de la adquisición. Y todo ello en miras de ir poco a poco poniendo las bases sólidas de su independencia, al buscar y pretender con toda lógica natural de sus tiempos y espacios, su propio hogar. Las cosas no habían resultado como se habían planificado. El carro no daba ni para pagarse a sí mismo. No alcanzaba el dinero que debería producir, y apenas daba para cubrir el pago de sus propias reparaciones, porque desde un comienzo, era más el tiempo que el carro estaba en el taller, por esto o aquello que no funcionaba. El dinero era para pagar la mecánica. Y hasta parte del sueldo de ella era para cubrir lo que no abastecía por sí mismo lo que debería estar produciendo, que aunque los produjera su compañero no lo reportaba, ni lo juntaba para la casa, sino que todo era según él solamente pérdida, y así todas las semanas, y siempre. Las cosas seguían acumuladas. Ahora, sin casa, como antes y como desde un comienzo; con un hijo que crecía y exigía acompañamiento en todos los sentidos; y con una deuda nueva que no le daba descanso porque el banco igual cobraba, y si se retrazaba le sumaba los intereses que no perdonan espacio ni tiempo ni lugar. Esa situación había sido motivo de disgustos. Su propia madre la enfrentaba y le recriminaba de tener un compañero que era un mantenido. Esa era la verdad. Ella había hablado con él y le había colocado varios plazos. Ya muchos plazos se iban acumulando, y las cosas seguían igual; peor, porque se iban sumando a la suma de las circunstancias para hacer una mayor.
La enfermera hablaba con disgusto de su pareja. Había hacia él un cierto fastidio acumulado y una insatisfacción creciente. Ella se encontraba un tanto asfixiada. A veces no quería regresar a la casa. Prefería quedarse hasta tarde en el horario de su trabajo.
Tal vez, eso era lo que se dibujaba en el rostro del cansancio de esa mañana, desde muy temprano, a pesar de ser tan temprano para reflejar cansancios. Pero habría que ahondar en la noche anterior y en su acumulación de tiempos y espacios, que la tenían en la circunstancia de ahora, distinta en fracciones de tiempos diferentes de todas las anteriores y posteriores desde ese momento, en la acumulación de su historia personal.

Se mantenía el ultimátum dado a su pareja, sin embargo. Pero se sumaba a los muchos ya dados, y se repetiría la historia, tal vez. Quizás, él tendría otra pareja. Cabía en las posibilidades…

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