martes, 15 de marzo de 2016

Ana Maria, Porfiria y van Gogh: capitulo 15

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 En la misma carta a Théo del 3 de abril de 1878, Vicent le escribía a su hermano, después de preguntarse y responderse él mismo sobre el significado de la frase “somos lo que éramos ayer”, y de cuestionarse en relación del conocimiento de la historia como caudal suficiente para adquirir sabiduría y profundidad y convertirse en hombres profundos y espirituales,  le comenta a su hermano, que “nuestro fin en primer término debe ser el de hallar un lugar determinado y un oficio al cual podamos consagrarnos enteramente”. En esa misma carta le hablaba a su hermano del fuego inspirador que se debe tener para vivir la originalidad de una vida, y de la necesidad imperiosa de dominar bien un oficio y conocerlo, para desde ese mismo dominio poder dominar todos los demás.
“El que vive sinceramente y encuentra penas verdaderas y desilusiones, que no se deja abatir por ellas, vale más que el que tiene siempre el viento de popa y que sólo conoce una prosperidad relativa” – decía en la misma correspondencia. En esas personas se comprueba la manera más visible de un valor superior (indeffesi favente Deo).
Y es cuestión de volver a los trazos enigmáticos del pintor en sus cuadros para mirar y sorprenderse en la estupefacción de la sorpresa misteriosa, que encuentra a través de los impresionantes sensores, más enigmáticos aún, de los sentidos que lo captan todo en la rapidez de un parpadeo que permite registrar para después procesar los hechizos de esos detalles que capta y asimila igualmente, y con majestuosidad la grandeza sutil que lo mueve a seguir contemplando sus obras y sus cuadros, como paralizado y hechizado de la magia que lo inutiliza aparentemente, pero que lo transforma al hacerlo y convertirlo en un contemplador activo sin saberlo, sino en la profundidad de las conexiones cerebrales que activan un sinfín de mundos de colores en la inmensa gama de la cromo-cosmogonía, a través de la que mantiene la estrecha conexión y comunicación de los sentidos en una maravillosa expectación que es saboreada sutilmente en el diálogo de dos seres que se comunican en un diálogo perfecto e intuido. Tal vez, por ese mismo hechizo electrizante en descargas de corriente imperceptibles y de muy baja frecuencia para ser cuantificable por instrumentos de medida inventados, sino por las hondas mismas del cerebro a través de la multiplicidad sensorial que lo capta y asimila todo y en todo, es que se da ese incomprensible diálogo del pintor que lo ha plasmado todo desde su penuria, carencia y sufrimiento transmitidos en el trazo de la tela que refleja su necesidad de dialogar en el grito del color de la pincelada que transmite lo que le quema por dentro, y que lo impela, al mismo tiempo, a buscar interpretar lo que él mismo ni siquiera precisa ni comprende, sino en pinceladas secuenciales de un dolor captado y transmitido, pero inacabado en su eterno penar, que lo obliga a seguir en el siguiente cuadro, a pesar de que ya pareciera que estaba hecho, y todo fuese un mismo repetir del objetivo ya plasmado; pero que no está agotado todavía, porque no se le agota nunca la penuria en sufrimiento de su constante padecer.
Precisamente, porque en eso consista, tal vez, la energía y la fuerza del artista y del pintor, que transmite inacabadamente su eterno padecer que nunca acaba ni se agota, ni con la repetición de la misma obra en apariencia, por ser distinta, igualmente la circunstancia y el momento en el tiempo que lo llevara a plasmar lo que por sensaciones volátiles y escapadizas de la emoción le hicieran en algo comprender que lo comprende y lo entiende, y quizás por eso es que vuelve a lo ya andado, y dando con eso mismo, un adelanto en su camino ascendente de su autoencuentro nunca encontrado, sino en fraccionalidades de instantaneidades sometidas a la fragilidad y debilidad de la tridimensionalidad de un espacio, tiempo y lugar determinados, y fugaces como la luz en su inacabada experiencia de ser atrapada y permanente en un mismo tiempo y lugar, al mismo tiempo.
Entonces, ya no sería porfiria. Tal vez, sería locura.
Y con ello se cambian de lugar las situaciones y las experiencias, porque no se sabe si era primero la locura, o si primero la porfiria; o si una determinaría a la otra y la condicionaría; o si una fuera la causa y otra la consecuencia. O ni para saber… Tal vez, ya no sería locura; como tampoco, tal vez, la porfiria.
“El que vive sinceramente y encuentra penas verdaderas y desilusiones, que no se deja abatir por ellas, vale más que el que tiene siempre el viento de popa y que sólo conoce una prosperidad relativa”. Y eso obliga a volver a mirar sus cuadros repetidos de sus autoretratos para encontrar entre ellos sus sutiles diferencias, y con ello, igualmente encontrar nuevos sufrimientos expresados tal vez en el anterior, y mitigados o disimulados, o quizás con más fuerza de la constante por ser siempre obras del mismo pintor.
Tal vez, ya no sería porfiria… Tal vez, sería locura…
Y en ese eterno debatirse en su lucha encontrada e huidiza en la fugacidad de lo pasajero de suma de distintos tiempos en cadena, sin dar tiempo de medirse para precisar que es aquí, o que es ahora; sino que es y no es, porque era y ya no fue; fue y ya no era; es, pero se esfumó en la imperceptibilidad de lo etéreamente pasajero, es que vuelve a buscar o intentar, por lo menos, plasmar lo que ya era de por sí tan volátil como la sensación en cadena de una transparencia de colores y de luz al mismo tiempo, que no se dejan atrapar sino por la experiencia de su misma intuición y profundidad que lo llevan a sentir lo que se siente, y que no logra comprensión, sino en la locura.
Tal vez, ya no sería porfiria; tampoco sería locura… sino Vincent van Gogh. Tal vez…
 Y todo eso serían una circunstancia de un tiempo histórico concreto en un espacio y lugar determinados, en búsqueda de su propia identidad para ubicarse en el exigirse existir-existiendo, en donde el lienzo y los colores con sus trazos tecnificados y dominados con la pericia de su arte, sin descartar en nada sus tumultuosos encuentros todos cargados de un sin fin de emociones, opuestos y contrapuestos unos de otros, pero experimentados en la profundidad de arrebatos sensoriales, le llevarían a superarse y con ello transcender sus propias sensaciones momentáneas,  desgarradoramente dolorosas por el cansancio de circunstancias acumuladas en su situación de locura y de porfiria; sin saber cuándo era una y cuándo la otra, y cuándo las dos al mismo tiempo; o si era una primero, y otra después, y en qué precisos momentos una cedía el puesto a la siguiente; o por el contario, se amorochaban para manifestarse igualmente de manera tumultuosa.
Entonces, sería locura; y no, porfiria.
O, tal vez, sería desesperación en su angustia desesperante y sin descanso en un eterno retorno cada vez más convulsionante en la fragilidad de una temporalidad física de espacio y lugar determinados, aflorados en una, igualmente, debilidad siempre en mayor intensidad como creciente serían sus ataques.
Tal vez, entonces, sería porfiria. O, tal vez, sería locura…
Y todo ello para amalgamar en una misma realidad la triste y comprimida figura del artista en su eterno padecimiento, que buscaría, tal vez, una y otra vez más, asir por el cuello si fuera posible hacerlo, el monstruo de su realidad que lo sumergía sin remedio a la desesperante experiencia de no tener descanso, ni alivio en su incomprensible situación y realidad. Tal vez…  Tal vez…
Quizás, por eso es que su en su cromo-cosmogonía a la luz tenía que acudir para plasmar en colores lo que en variados matices se le presentaban en su nefasta y mortal vivencia; para en eso mismo trascender su espacio y tiempo, y con eso mismo ayudar en el grito no escuchado, a pesar de andar siempre gritando en los colores que no serían sino su misma búsqueda de salud, y su salud en tan tormentosas situaciones que dan espanto, miedo y susto solo el imaginase cómo habrían de ser, precisamente, por la inexplicable conexión entre lo que sería su locura, pero que también sería al mismo tiempo porfiria; sin saber si eran una misma realidad en su temporaria fragilidad.
Eso mismo lleva a maravillarse de lo grande de su experiencia, ya plasmada en sus óleos y pinturas, con sus característicos rasgos de locura y demencia. Más todavía, al ser el gran intérprete de su dolor y situación, y al dar la máxima definición que se pueda tener de sabio alguno sobre lo que es el arte, cuando en sus afanes de captar y capturar al mal que lo devoraba fatídicamente y sin piedad, para poder dominarlo y no lograrlo porque no era asible en la situación incomprensible de su realidad, por lo complicado de la trabazón de sus dos circunstancias de porfiria, por una parte, y de locura, por otra, que se juntaban y agrandaban el mal en una desesperación sin terminal ni puerto de llegada, sino con la muerte; y esta de cualquier manera por ser tan espantosa la realidad en su mortal y decadente fragilidad, también física y por sobre todo mental.
Quizás, por eso es que cuando Vincent van Gogh define lo que es el arte dice que es el grito que le da la naturaleza para que la interprete. Y no era otra su tarea. Tal vez, locura…. O tal vez, porfiria…
Y, entonces, no se sabe si estar agradecidos de porfiria en el caso de van Gogh, cosa que fuese terrible ese agradecimiento en aras de una felicidad y una eterna angustia; o de su locura, o de su gran profundidad para transcender su tiempo, espacio y lugar, para hacerlo grande entre los grandes, como también grande en su incomprensión, pero grande en la admiración que se ha de tener por este pintor.
Ya no sería la locura… Ya sería Vincent van Gogh, del que son sin separación, ni locura, ni porfiria, para comprender la grandeza de su obra, en su tiempo, espacio y lugar determinados en la fraccionalidad de la más maravillosa todavía tridimensionalidad de las circunstancias que son y no son, porque se suceden en secuencia refulgente, como refulge y desaparece la luz en los colores de la inmensidad, y sorprendente perplejidad de un momento que es fugaz como fugaz son los momentos en eternas instantaneidades, que exigen vivir-existiendo, sin dejar para otro momento el momento que se vive a plenitud, y sin dejar caer migajas de tiempos y espacios, para no querer tener que volver a destiempos a recoger lo que el tiempo devora en rapidez cambiante de un momento a otro, sin anuncios ni paradas, porque la vida no da segundas oportunidades.

Tal vez, sería locura… Tal vez, sería… Tal vez…

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