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En la misma carta a Théo del 3 de
abril de 1878, Vicent le escribía a su hermano, después de preguntarse y
responderse él mismo sobre el significado de la frase “somos lo que éramos ayer”,
y de cuestionarse en relación del conocimiento de la historia como caudal suficiente
para adquirir sabiduría y profundidad y convertirse en hombres profundos y
espirituales, le comenta a su hermano,
que “nuestro fin en primer término debe
ser el de hallar un lugar determinado y un oficio al cual podamos consagrarnos
enteramente”. En esa misma carta le hablaba a su hermano del fuego
inspirador que se debe tener para vivir la originalidad de una vida, y de la
necesidad imperiosa de dominar bien un oficio y conocerlo, para desde ese mismo
dominio poder dominar todos los demás.
“El que vive sinceramente y
encuentra penas verdaderas y desilusiones, que no se deja abatir por ellas,
vale más que el que tiene siempre el viento de popa y que sólo conoce una
prosperidad relativa” – decía en la misma correspondencia. En esas personas
se comprueba la manera más visible de un valor superior (indeffesi favente Deo).
Y es cuestión de volver a los trazos enigmáticos del pintor en sus
cuadros para mirar y sorprenderse en la estupefacción de la sorpresa
misteriosa, que encuentra a través de los impresionantes sensores, más
enigmáticos aún, de los sentidos que lo captan todo en la rapidez de un
parpadeo que permite registrar para después procesar los hechizos de esos
detalles que capta y asimila igualmente, y con majestuosidad la grandeza sutil
que lo mueve a seguir contemplando sus obras y sus cuadros, como paralizado y
hechizado de la magia que lo inutiliza aparentemente, pero que lo transforma al
hacerlo y convertirlo en un contemplador activo sin saberlo, sino en la
profundidad de las conexiones cerebrales que activan un sinfín de mundos de
colores en la inmensa gama de la cromo-cosmogonía, a través de la que mantiene
la estrecha conexión y comunicación de los sentidos en una maravillosa
expectación que es saboreada sutilmente en el diálogo de dos seres que se
comunican en un diálogo perfecto e intuido. Tal vez, por ese mismo hechizo
electrizante en descargas de corriente imperceptibles y de muy baja frecuencia
para ser cuantificable por instrumentos de medida inventados, sino por las
hondas mismas del cerebro a través de la multiplicidad sensorial que lo capta y
asimila todo y en todo, es que se da ese incomprensible diálogo del pintor que
lo ha plasmado todo desde su penuria, carencia y sufrimiento transmitidos en el
trazo de la tela que refleja su necesidad de dialogar en el grito del color de
la pincelada que transmite lo que le quema por dentro, y que lo impela, al
mismo tiempo, a buscar interpretar lo que él mismo ni siquiera precisa ni
comprende, sino en pinceladas secuenciales de un dolor captado y transmitido,
pero inacabado en su eterno penar, que lo obliga a seguir en el siguiente
cuadro, a pesar de que ya pareciera que estaba hecho, y todo fuese un mismo
repetir del objetivo ya plasmado; pero que no está agotado todavía, porque no
se le agota nunca la penuria en sufrimiento de su constante padecer.
Precisamente, porque en eso consista, tal vez, la energía y la fuerza del
artista y del pintor, que transmite inacabadamente su eterno padecer que nunca
acaba ni se agota, ni con la repetición de la misma obra en apariencia, por ser
distinta, igualmente la circunstancia y el momento en el tiempo que lo llevara
a plasmar lo que por sensaciones volátiles y escapadizas de la emoción le
hicieran en algo comprender que lo comprende y lo entiende, y quizás por eso es
que vuelve a lo ya andado, y dando con eso mismo, un adelanto en su camino
ascendente de su autoencuentro nunca encontrado, sino en fraccionalidades de
instantaneidades sometidas a la fragilidad y debilidad de la tridimensionalidad
de un espacio, tiempo y lugar determinados, y fugaces como la luz en su
inacabada experiencia de ser atrapada y permanente en un mismo tiempo y lugar,
al mismo tiempo.
Entonces, ya no sería porfiria. Tal vez, sería locura.
Y con ello se cambian de lugar las situaciones y las experiencias, porque
no se sabe si era primero la locura, o si primero la porfiria; o si una
determinaría a la otra y la condicionaría; o si una fuera la causa y otra la
consecuencia. O ni para saber… Tal vez, ya no sería locura; como tampoco, tal vez,
la porfiria.
“El que vive sinceramente y
encuentra penas verdaderas y desilusiones, que no se deja abatir por ellas,
vale más que el que tiene siempre el viento de popa y que sólo conoce una
prosperidad relativa”. Y eso obliga a volver a mirar sus cuadros repetidos
de sus autoretratos para encontrar entre ellos sus sutiles diferencias, y con
ello, igualmente encontrar nuevos sufrimientos expresados tal vez en el
anterior, y mitigados o disimulados, o quizás con más fuerza de la constante
por ser siempre obras del mismo pintor.
Tal vez, ya no sería porfiria… Tal vez, sería locura…
Y en ese eterno debatirse en su lucha encontrada e huidiza en la
fugacidad de lo pasajero de suma de distintos tiempos en cadena, sin dar tiempo
de medirse para precisar que es aquí, o que es ahora; sino que es y no es,
porque era y ya no fue; fue y ya no era; es, pero se esfumó en la
imperceptibilidad de lo etéreamente pasajero, es que vuelve a buscar o
intentar, por lo menos, plasmar lo que ya era de por sí tan volátil como la sensación
en cadena de una transparencia de colores y de luz al mismo tiempo, que no se
dejan atrapar sino por la experiencia de su misma intuición y profundidad que
lo llevan a sentir lo que se siente, y que no logra comprensión, sino en la
locura.
Tal vez, ya no sería porfiria; tampoco sería locura… sino Vincent van
Gogh. Tal vez…
Y todo eso serían una
circunstancia de un tiempo histórico concreto en un espacio y lugar
determinados, en búsqueda de su propia identidad para ubicarse en el exigirse
existir-existiendo, en donde el lienzo y los colores con sus trazos
tecnificados y dominados con la pericia de su arte, sin descartar en nada sus
tumultuosos encuentros todos cargados de un sin fin de emociones, opuestos y
contrapuestos unos de otros, pero experimentados en la profundidad de arrebatos
sensoriales, le llevarían a superarse y con ello transcender sus propias
sensaciones momentáneas,
desgarradoramente dolorosas por el cansancio de circunstancias
acumuladas en su situación de locura y de porfiria; sin saber cuándo era una y
cuándo la otra, y cuándo las dos al mismo tiempo; o si era una primero, y otra
después, y en qué precisos momentos una cedía el puesto a la siguiente; o por
el contario, se amorochaban para manifestarse igualmente de manera tumultuosa.
Entonces, sería locura; y no, porfiria.
O, tal vez, sería desesperación en su angustia desesperante y sin
descanso en un eterno retorno cada vez más convulsionante en la fragilidad de
una temporalidad física de espacio y lugar determinados, aflorados en una,
igualmente, debilidad siempre en mayor intensidad como creciente serían sus
ataques.
Tal vez, entonces, sería porfiria. O, tal vez, sería locura…
Y todo ello para amalgamar en una misma realidad la triste y comprimida
figura del artista en su eterno padecimiento, que buscaría, tal vez, una y otra
vez más, asir por el cuello si fuera posible hacerlo, el monstruo de su
realidad que lo sumergía sin remedio a la desesperante experiencia de no tener
descanso, ni alivio en su incomprensible situación y realidad. Tal vez… Tal vez…
Quizás, por eso es que su en su cromo-cosmogonía a la luz tenía que
acudir para plasmar en colores lo que en variados matices se le presentaban en
su nefasta y mortal vivencia; para en eso mismo trascender su espacio y tiempo,
y con eso mismo ayudar en el grito no escuchado, a pesar de andar siempre
gritando en los colores que no serían sino su misma búsqueda de salud, y su
salud en tan tormentosas situaciones que dan espanto, miedo y susto solo el
imaginase cómo habrían de ser, precisamente, por la inexplicable conexión entre
lo que sería su locura, pero que también sería al mismo tiempo porfiria; sin
saber si eran una misma realidad en su temporaria fragilidad.
Eso mismo lleva a maravillarse de lo grande de su experiencia, ya plasmada
en sus óleos y pinturas, con sus característicos rasgos de locura y demencia.
Más todavía, al ser el gran intérprete de su dolor y situación, y al dar la
máxima definición que se pueda tener de sabio alguno sobre lo que es el arte,
cuando en sus afanes de captar y capturar al mal que lo devoraba fatídicamente
y sin piedad, para poder dominarlo y no lograrlo porque no era asible en la
situación incomprensible de su realidad, por lo complicado de la trabazón de
sus dos circunstancias de porfiria, por una parte, y de locura, por otra, que
se juntaban y agrandaban el mal en una desesperación sin terminal ni puerto de
llegada, sino con la muerte; y esta de cualquier manera por ser tan espantosa
la realidad en su mortal y decadente fragilidad, también física y por sobre
todo mental.
Quizás, por eso es que cuando Vincent van Gogh define lo que es el arte
dice que es el grito que le da la
naturaleza para que la interprete. Y no era otra su tarea. Tal vez,
locura…. O tal vez, porfiria…
Y, entonces, no se sabe si estar agradecidos de porfiria en el caso de
van Gogh, cosa que fuese terrible ese agradecimiento en aras de una felicidad y
una eterna angustia; o de su locura, o de su gran profundidad para transcender
su tiempo, espacio y lugar, para hacerlo grande entre los grandes, como también
grande en su incomprensión, pero grande en la admiración que se ha de tener por
este pintor.
Ya no sería la locura… Ya sería Vincent van Gogh, del que son sin
separación, ni locura, ni porfiria, para comprender la grandeza de su obra, en
su tiempo, espacio y lugar determinados en la fraccionalidad de la más
maravillosa todavía tridimensionalidad de las circunstancias que son y no son,
porque se suceden en secuencia refulgente, como refulge y desaparece la luz en
los colores de la inmensidad, y sorprendente perplejidad de un momento que es
fugaz como fugaz son los momentos en eternas instantaneidades, que exigen
vivir-existiendo, sin dejar para otro momento el momento que se vive a
plenitud, y sin dejar caer migajas de tiempos y espacios, para no querer tener
que volver a destiempos a recoger lo que el tiempo devora en rapidez cambiante
de un momento a otro, sin anuncios ni paradas, porque la vida no da segundas
oportunidades.
Tal vez, sería locura… Tal vez, sería… Tal vez…
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