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En un extracto de la carta de Vincent van Gogh a su hermano Théo, del 3
de abril de 1878, el pintor volvía sobre un tema conversado epistolariamente
con su hermano, y le decía que había quedado inquieto en las palabras «somos lo que éramos ayer»… Pero para seguir
fiel a esa palabra, no se puede retroceder, y cuando se ha empezado a considerar
las cosas con una mirada libre y confiada no se puede volver atrás ni claudicar
(cfr. Cartas a Théo, Ámsterdam, 3 de
abril de 1878).
Lo andado, en todo caso queda como andado. Ya no se volverá sobre los
pasos de ayer, sino en actitud de nostalgia, que en todo caso, igualmente, es
una añoranza enfermiza, o manipuladora en algunos de los casos para ser
doblemente quejumbrosa y lamentable.
Lo vivido es lo que cuenta. Lo vivido a pulmón pleno y a conciencia. De
lo contrario, se van dejando trazos de presente en un pasado que se acumula y
que entorpecen el momento que viene, que
es lo que cuenta, en la plenitud de una conciencia actualizada y actualizante
de cada momento que exige existir-existiendo.
Todo es cuestión de hacer de la vida el arte de vivir, para hacer
precisamente, que todo sea bello, aunque en si no lo sea, por lo menos para
trascender el espacio y el tiempo y el lugar.
La muchacha tenía porfiria. Vincent van Gogh, según algunos estudiosos de
su obra y su vida, afirman y sostienen que también tenía porfiria. Eso
explicaba algunas reacciones de aparente locura y demencia del pintor. Eso
mismo lleva a admirar y a querer su obra en el aporte del crecimiento de la
humanidad, de manera muy especial.
Se trata de sumirse en la plenitud del tiempo temporal vivido por ese
genio que vislumbra con su obra en la profundidad de un espacio y lugar vivido
con realismo demencial, que buscaba en sus entrañas la fiereza de su
incomprensión de tiempos en destiempos, para
comprender su expresión inexplicada e incompleta, sino en la siguiente obra y
en la siguiente, en su cadena de sufrimiento que roería su naturaleza con la
pudedumbre de lo inacabado y sin finitud, de un eterno sufrimiento, expresado y
tipificado en la común denominación de la locura. No sería locura. Tal vez,
sería porfiria.
Es para quedarse pasmado y asustado frente a muchos de sus autoretratos
que buscarían mitigar, tal vez, o dominar, o comprender, o asir con
determinación y fuerza a la fuerza que lo doblegaba con crueldad avasalladora
con la experiencia de un fuego eterno en lo más profundo de su hueco sin fondo,
de una llama que no terminaba ni de aflorar en plenitud para arrasar de una vez
por todas para poner fin y agradecerlo infinitamente; como tampoco que se
extinguía para dar descanso a su fragilidad que gritaría en trazos de sus
brochas finas en su pulso manejado, para dar en cada tela el grito de la locura
que le quemaba incesantemente y sin piedad. Tal vez, no sería locura. Tal vez,
porfiria.
Eso llevaría a comprender con espanto, con asombro y con admiración su
obra, en especial en sus autoretratos la constante manifestación de plasmar sus
demencias provocadas por el fuego extraño y de vísceras abultadas, para gritar
y volver a gritar y no conseguir su propio eco ni el sonido de su propio
gorgoreo atragantado que le impediría auto escucharse y encontrarse ya
expresado para por fin de tan extraño fuego un día poder descansar, porque ya
lo habría atosigado y asfixiado al tenerlo en su mano. Tal vez, la oreja sería
su propio obstáculo en escuchar eso mismo que no lograba susurrar, ni en el
cuadro siguiente, ni en el otro… Tal vez, no sería locura…
¡Ay, qué locos y cuántos que se han tenido, y que no eran sino víctimas
de sus tiempos, espacios y tiempos, y que nos llevan a sufrir y a padecer al
comprender que eran circunstancias concretas de sus tiempos vividos! Tal vez,
no sería locura…
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