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Todavía no eran las
nueve de la mañana de ese día miércoles de comienzo de mes de febrero.
Cada cual estaba en
lo que estaba. Y los que estaban en donde deberían estar, por la lógica de los
acontecimientos históricos personales, sentían que las cosas iban fluyendo con
naturalidad; aunque, sin negar algunos pequeños contratiempos, que también son
naturales, porque en eso consiste el transcurrir de una vida. Mientras que los
que estaban en donde no deberían estar, como también es lógico, sufrían los
reveses de todo acontecer; si no, de manera inmediata, la experimentarían en el
transcurso de los días, porque todo se nos viene, ya por si, o ya por no; sea
que estemos donde nos corresponde, o estemos desubicados, porque no nos
corresponde, ni el sitio, ni el lugar, ni el tiempo. Pero, ya lo dice el refrán
español, de que “cada cual, con su cadaunada”.
Algunos estaban donde estaban, porque les correspondía. No
porque lo hubiesen elegido así; sino, porque no habían tenido escogencia o
alternativa. Aunque, tampoco se podía negar que, igualmente, podrían no estar,
o por rebeldía, o por cansancio, o por cualquiera otra razón. Otros estarían en
lo que deberían estar, sintiendo la fuerza de la obligación, y aún así, se
beneficiarían, porque era donde tendrían que estar. Otros, por el contrario,
aún haciéndose rebeldía y tras lucha interna, estarían donde estarían, sin
quererlo, pero asumiéndolo con naturalidad, y, aunque, pareciese ilógico, con
alegría.
Este era el último caso. Un pequeño grupo de pacientes se
daban cita en la pequeña sala de espera del hospital, aguardando que los
llamaran por nombre y apellido para disponerse a lo que iban en esa mañana. Un
adolescente de unos quince años, con la cabeza semi-rapada y con un tapa-boca
azul, hablaba con desenvoltura con su madre, y con una señora de color oscura
bastante bien definida. De vez en cuando salía de su pecho un sonido ronco que
revelaba que, además de lo que se adivinaba que tendría por lo rapado de su
cabeza, comenzaba a tener pequeñas complicaciones con sus pulmones; tal vez,
como consecuencia de lo mismo que era de suponer que tenía. El hecho de estar
en ese piso del hospital, y en esa sala a la espera del visto bueno o de alguna
otra noticia de su médico tratante, llevaban por lógica de lugar, espacio y
tiempo a suponer que tendría problemas
hematológicos. No era otro el lugar, ni el espacio que llevaran a pensar lo
contrario. Alguna complicación con la sangre habría de tener. Todo así lo
indicaba.
Las conversaciones entre la madre, el muchacho y la señora
de color, iban llevando a que sería tratado en el piso 7 del hospital; y ese
lugar no era, sino el lugar de los pacientes de hematología. De hecho, el
muchacho había sido diagnosticado de leucemia, y estaba esperando la orden de
hospitalización de su médico. Ya tenía la almohada y la ropa de cama consigo y
una maleta mediana de viaje repleta, y parecía tomárselo muy a la ligera, como
si estuviese en un terminal de autobuses para disponerse a un viaje. La madre
se veía preocupada y su entrecejo con su mirada escudriñadora buscaba una
explicación de madre que sufre por su hijo enfermo. El muchacho, por el
contrario, se le veía deportivamente tranquilo. Tal vez su inocencia le
favorecía a ver todo como nuevo y novedoso.
La señora de color hablaba de su hija de 14 años que estaba
en el piso 7, recibiendo tratamiento para su leucemia. Hablaba de sus otros
hijos, pero decía que su hija la necesitaba y que no se movería para nada del
hospital. Ese era su lugar. Su hija la necesitaba. Hablaba con una naturalidad
pasmosa y con un dominio aterradoramente impresionante. Parecía que era de un
vecino o de un tercero que estuviese hablando, y no de su hija. Tal vez, sería
una coraza.
La mamá del muchacho le había extendido una bolsa de papel
a la señora de color. Le había traído desayuno. Por la confianza y por el
detalle del desayuno se pensaba que ya estaban diestras en esos menesteres de
hospital, y que ya estaban al tanto de sus situaciones. La señora de color tomó
su desayuno y pellizcó un trozo de empanada, e iba comiendo, mientras seguía su
conversación.
La enfermera de turno estaba atareada en sus labores, y a
pesar de que era bastante temprano, se le veía agotada. Estaba poco
conversadora y su saludo había sido elemental.
El médico ya había llegado y estaba atendiendo en su
pequeño consultorio. Su presencia era buena señal, tanto para los pacientes
como para la misma enfermera. Todo podría comenzar su rutina, sobre todo, el de
comenzar a colocar los respectivos tratamientos de los que habían ido esa
mañana a eso, porque les correspondería en tiempo, lugar y espacio. Era lo que
era. No era de otra. Cada cual en su tiempo y lugar.
En ese transcurso de ubicaciones históricas, llegaron dos
muchachas. Saludaron a la enfermera, de manera muy sonriente, y saludaron a la
señora de color. Se quedaron de pie. Iban respondiendo al cuestionario de
rutina de todo saludo inicial y de interés recíproco y mutuo de un saludo
fraterno y sentido. Las dos muchachas se reían de todo. A cada respuesta la
acompañaban con una sonrisa. Las dos eran flacas. Una de ellas era un poco más
pequeña y su color era un poco pálido.
Una de las dos muchachas se quedaría. Iba por su respectivo
tratamiento. Había tenido una crisis y llevaba todo lo que iba de la semana en
ir y venir al hospital. Ahora estaba mejor, y por poquito no se había quedado
hospitalizada el día anterior. Venía a cumplir la parte que le faltaba. Estaba
contenta por eso. Y se reía. De todo se reía.
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