martes, 15 de marzo de 2016

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 4

 (4)       



Las dos muchachas hablaron entre sí. Se pusieron de acuerdo. Miraron sus relojes y decidieron la hora en que se volverían a ver en esa misma mañana. Antes de que una de ellas se fuera, la otra, la que se reía de todo, saludó con la mano moviendo los dedos de manera cariñosa y graciosa al otro señor que estaba en unos de los juegos de tres sillas, y donde había estado el señor delgado, que ya se había levantado y se había ido, no sin antes darle un apretón de manos a su interlocutor de turno en la sala de espera, de esa mañana.
El apelado e interpelado en el saludo, dudó en un momento de que el saludo de la muchacha reílona, fuese con él. Sin embargo, hizo un gesto de aprobación y de correspondencia al saludo que le dirigía, con un gesto y movimiento de cabeza. La muchacha volvió a reír y su sonrisota iluminó toda la sala de espera. Él no la recordaba. Su cara no le era familiar. No la conocía. Era la primera vez que la veía. Pero, si ella lo saludaba como lo estaba saludando, habría de ser que se habrían encontrado en alguna otra vez. Él sonrío. Pero fue una sonrisa tímida. Ella volvió a repetir el saludo con la mano, jugando con los dedos de manera familiar y un poco infantil, sin omitir otra sonrisa que le dejaba mostrar sus dientes blancos y bien dispuestos, y que le daban una gracia especial.
-- Yo tengo su catéter – dijo ella, desde la distancia que los separaba del señor a quien saludaba y con quien iniciaba un intercambio. Ella hizo ademán de mostrar en el lado derecho de su costado el catéter, al que hacía referencia. Y volvió a acompañar con aquel gesto otra sonrisa, a las muchas que ya había prodigado en la sala, en aquellos escasos minutos de su presencia y permanencia.
-- Ah, ¿si? – dijo con torpeza, sin saber en concreto de qué estaba hablando, aunque tenía una remota idea, desde donde estaba sentado, el señor.
-- Sí…. Sí… dijo ella, sin faltarle la bonita sonrisa.
Entonces, él le señaló la silla que estaba vacía junto a él, para que ella se sentara. Ella no se hizo esperar y se dirigió espontáneamente hacia la silla, para sentarse.
-- Ella es mi hermana – le dice al señor, mientras que la hermana daba un giro hacia la parte trasera del juego de sillas de tres. Se dieron la mano. Y la hermana se despidió de la que se había sentado, y se retiró.
La muchacha comenzó a contar la historia del catéter. Él comenzó a entender. Ella era la heredera de su catéter, decía. Y lo acompañaba todo con sonrisas. Él la miraba y de vez en cuando preguntaba esto o aquello para ubicarse un poquito en el mundo de su interlocutora, que se veía que estaba muy a gusto, mientras esperaba que la llamaran para la parte del tratamiento de los dos días anteriores.

Él también esperaba por su momento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario