(6)
En la sala de adentro estaban dispuestos cuatro sillones grandes de color
marrón. Cada sillón tenía la facilidad de hacer de poltrona para descansar los
pies y estirarse como si fuese una cama. Eso facilitaba el tiempo que se pasaba
en esa sala, que por lo general, era un promedio de una dos o tres horas, o
algunas veces hasta cuatro, que duraba la administración intravenosa de los
tratamientos. Los que iban a ser transfundidos duraban más poco tiempo. A veces
la salita estaba repleta, y algunos esperaban su turno en el pasillo, en una
misma mañana. La enfermera estaba al pendiente de todo, comenzando por
cualquier reacción de alguno de los pacientes, como de la administración por
separado de cada uno de los procedimientos médicos. Salía a cada momento y
volvía a entrar. Iba y llevaba informes, ya verbales, ya escritos al médico
hematólogo en su oficina. Atendía y asesoraba a los familiares de los pacientes
nuevos que esperaban en los pasillos. Cada vez eran nuevas las caras, porque
eran nuevos los que padecían esto o aquello, en relación con deficiencias o
inconvenientes con sus sistemas sanguíneos. Ella no comenzaba hasta que no
llegara el médico tratante que era uno solo para tanta gente. A veces, el
médico se veía muy agotado.
Esa mañana fue llamado primero el señor con quien conversaba la muchacha,
la de la sonrisa, y la de la porfiria.
El señor tenía fama de ser cobarde a la hora de buscar la vena para el
paso del tratamiento. Cuando sentía el pinchazo de la aguja buscando la vena,
se retorcía en su asiento. Las enfermeras pasaban trabajo cada vez que tenían
que aplicarle la quimio, por esa misma razón. No solamente era temor fundado, sino
que sus venas casi desaparecían en sus brazos, a la hora del pinchazo. Una vez,
solamente en su brazo izquierdo le habían hecho diez y ocho agujeritos, y no
habían conseguido hacer la conexión necesaria para aplicarle el tratamiento.
Habían intentado en su brazo derecho, y después de otros pinchazos más, habían
decidido buscar una enfermera amiga que trabajaba con niños, para que viniera a
buscar la vena, que había sido conseguida en la parte superior del brazo, a la
altura del músculo de fuerza. Era famoso por esa peculiaridad y característica.
Las enfermeras lo tomaban como un reto, y como una victoria, el día en que el
señor no diera qué hacer con las venas. Eso explicaba la historia del catéter,
del que la muchacha se consideraba la heredera, y que por más que le habían
insistido los médicos, no había querido colocarse. Sus brazos tenían sus venas
muy atrofiadas por el tratamiento de las quimioterapias; pero, aún así, se
había resistido a la instalación del susodicho catéter. La sola idea de
colocarse esa especie de guaya hueca por la parte del cuello hasta llegar casi
al corazón, le aterraba. No soportaba el pensamiento ni la idea de someterse a
tanto sufrimiento. Prefería sufrir con los pinchazos en los brazos, muy a pesar
de todo.
Esa razón y ese conocimiento habían llevado a la enfermera de tomar la
iniciativa de llamar al señor, de primero. Una vez sentado en su sillón, la
enfermera mientras le tanteaba el brazo derecho, y el señor le indicaba cuál
lugar del brazo era mejor, la enfermera le había comunicado sus temores
respecto a sus venas. Se rieron. El señor sintió un poco de vergüenza, por su
fama; pero así eran las cosas respecto a sus brazos. Una vez ya conseguida la
vena e instalada la respectiva vía, comenzaron los medicamentos preventivos. La
enfermera, entonces, salió a llamar a la muchacha para su debido proceso.
La muchacha entró con soltura y desenvolvimiento, pues ya conocía el
lugar. Se dirigió al sillón que daba hacia la ventana y se sentó en él. Se
acomodó lo mejor que pudo, mientras que la enfermera arrastraba hacia el sillón
de la muchacha un soporte preparado para sostener los envases en donde
colocaría la medicación.
Todo el resto fue fácil para la muchacha, que no necesitaba del tanteo en
la detención de la vena apropiada, ya que por el catéter que tenía instalado
hacia la clavícula derecha, un poco más abajo, por ahí recibiría la dosis
prescrita para ese día. Todo fue conectado, como enganchando una manguera con
una tubería predispuesta para ello. Era cuestión de colocar manguera con
manguera.
La muchacha y la enfermera conversaban amenamente. Hablaron del día
anterior, y de lo mejor que estaba ahora. Se rieron. No podían faltar las
sonrisotas de la muchacha. El señor no decía nada, solamente miraba todo el
procedimiento.
Todo siguió su curso. Estaban todos los que eran. Y eran todos los que
estaban.
Al cabo de unos siete o diez minutos, tal vez, el señor por invitación y
sugerencia de la enfermera se cambió de sillón, junto al de la muchacha, hacia
el lado derecho suyo. Los dos iban conversando, mientras tanto.
La enfermera les encomendó a los dos de estar pendientes uno del otro, de
cuidarse mutuamente, y de que ante cualquier inconveniente con la fluidez del
los líquidos que ya ambos estaban recibiendo, que avisaran, para intervenir
inmediatamente.
El señor había escrito un mensaje de texto y lo había mandado a algunos
de sus amigos. Era un chiste. Pidió permiso a la enfermera para mandarle el
mensaje que había escrito a ella. La enfermera había asentido, y el tono de su
teléfono le anunciaba que estaba llegando un nuevo mensaje. La enfermera se
metió la mano en su bata blanca de enfermera para atender el mensaje, y soltó
ruidosamente una carcajada.
-- Mándeselo a ella-- a la
muchacha que estaba en el sillón, al lado de la ventana -- sugirió la
enfermera. La muchacha dijo de por favor, que sí, que se lo mandara. Entonces,
el señor le pidió el número de su celular y mandó el mensaje.
La muchacha volvió a reír. Nunca dejaba de sonreír. Pero esta vez su
carcajada había sido larga y festiva. El señor y la enfermera se miraron al
disfrutar y ver que ella todo lo celebraba. Ella lo contagiaba todo con su
bonita simpatía.
-- ¿Ese chiste es creación suya? – preguntó la muchacha en medio de las
carcajadas.
-- Pues… contestó el señor.
Y todo comenzaba.
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