martes, 15 de marzo de 2016

Ana María, Porfiria y van Gogh: capítulo 6

 (6)       


En la sala de adentro estaban dispuestos cuatro sillones grandes de color marrón. Cada sillón tenía la facilidad de hacer de poltrona para descansar los pies y estirarse como si fuese una cama. Eso facilitaba el tiempo que se pasaba en esa sala, que por lo general, era un promedio de una dos o tres horas, o algunas veces hasta cuatro, que duraba la administración intravenosa de los tratamientos. Los que iban a ser transfundidos duraban más poco tiempo. A veces la salita estaba repleta, y algunos esperaban su turno en el pasillo, en una misma mañana. La enfermera estaba al pendiente de todo, comenzando por cualquier reacción de alguno de los pacientes, como de la administración por separado de cada uno de los procedimientos médicos. Salía a cada momento y volvía a entrar. Iba y llevaba informes, ya verbales, ya escritos al médico hematólogo en su oficina. Atendía y asesoraba a los familiares de los pacientes nuevos que esperaban en los pasillos. Cada vez eran nuevas las caras, porque eran nuevos los que padecían esto o aquello, en relación con deficiencias o inconvenientes con sus sistemas sanguíneos. Ella no comenzaba hasta que no llegara el médico tratante que era uno solo para tanta gente. A veces, el médico se veía muy agotado.
Esa mañana fue llamado primero el señor con quien conversaba la muchacha, la de la sonrisa, y la de la porfiria.
El señor tenía fama de ser cobarde a la hora de buscar la vena para el paso del tratamiento. Cuando sentía el pinchazo de la aguja buscando la vena, se retorcía en su asiento. Las enfermeras pasaban trabajo cada vez que tenían que aplicarle la quimio, por esa misma razón. No solamente era temor fundado, sino que sus venas casi desaparecían en sus brazos, a la hora del pinchazo. Una vez, solamente en su brazo izquierdo le habían hecho diez y ocho agujeritos, y no habían conseguido hacer la conexión necesaria para aplicarle el tratamiento. Habían intentado en su brazo derecho, y después de otros pinchazos más, habían decidido buscar una enfermera amiga que trabajaba con niños, para que viniera a buscar la vena, que había sido conseguida en la parte superior del brazo, a la altura del músculo de fuerza. Era famoso por esa peculiaridad y característica. Las enfermeras lo tomaban como un reto, y como una victoria, el día en que el señor no diera qué hacer con las venas. Eso explicaba la historia del catéter, del que la muchacha se consideraba la heredera, y que por más que le habían insistido los médicos, no había querido colocarse. Sus brazos tenían sus venas muy atrofiadas por el tratamiento de las quimioterapias; pero, aún así, se había resistido a la instalación del susodicho catéter. La sola idea de colocarse esa especie de guaya hueca por la parte del cuello hasta llegar casi al corazón, le aterraba. No soportaba el pensamiento ni la idea de someterse a tanto sufrimiento. Prefería sufrir con los pinchazos en los brazos, muy a pesar de todo.
Esa razón y ese conocimiento habían llevado a la enfermera de tomar la iniciativa de llamar al señor, de primero. Una vez sentado en su sillón, la enfermera mientras le tanteaba el brazo derecho, y el señor le indicaba cuál lugar del brazo era mejor, la enfermera le había comunicado sus temores respecto a sus venas. Se rieron. El señor sintió un poco de vergüenza, por su fama; pero así eran las cosas respecto a sus brazos. Una vez ya conseguida la vena e instalada la respectiva vía, comenzaron los medicamentos preventivos. La enfermera, entonces, salió a llamar a la muchacha para su debido proceso.
La muchacha entró con soltura y desenvolvimiento, pues ya conocía el lugar. Se dirigió al sillón que daba hacia la ventana y se sentó en él. Se acomodó lo mejor que pudo, mientras que la enfermera arrastraba hacia el sillón de la muchacha un soporte preparado para sostener los envases en donde colocaría la medicación.
Todo el resto fue fácil para la muchacha, que no necesitaba del tanteo en la detención de la vena apropiada, ya que por el catéter que tenía instalado hacia la clavícula derecha, un poco más abajo, por ahí recibiría la dosis prescrita para ese día. Todo fue conectado, como enganchando una manguera con una tubería predispuesta para ello. Era cuestión de colocar manguera con manguera.
La muchacha y la enfermera conversaban amenamente. Hablaron del día anterior, y de lo mejor que estaba ahora. Se rieron. No podían faltar las sonrisotas de la muchacha. El señor no decía nada, solamente miraba todo el procedimiento.
Todo siguió su curso. Estaban todos los que eran. Y eran todos los que estaban.
Al cabo de unos siete o diez minutos, tal vez, el señor por invitación y sugerencia de la enfermera se cambió de sillón, junto al de la muchacha, hacia el lado derecho suyo. Los dos iban conversando, mientras tanto.
La enfermera les encomendó a los dos de estar pendientes uno del otro, de cuidarse mutuamente, y de que ante cualquier inconveniente con la fluidez del los líquidos que ya ambos estaban recibiendo, que avisaran, para intervenir inmediatamente.
El señor había escrito un mensaje de texto y lo había mandado a algunos de sus amigos. Era un chiste. Pidió permiso a la enfermera para mandarle el mensaje que había escrito a ella. La enfermera había asentido, y el tono de su teléfono le anunciaba que estaba llegando un nuevo mensaje. La enfermera se metió la mano en su bata blanca de enfermera para atender el mensaje, y soltó ruidosamente una carcajada.
-- Mándeselo a ella--  a la muchacha que estaba en el sillón, al lado de la ventana -- sugirió la enfermera. La muchacha dijo de por favor, que sí, que se lo mandara. Entonces, el señor le pidió el número de su celular y mandó el mensaje.
La muchacha volvió a reír. Nunca dejaba de sonreír. Pero esta vez su carcajada había sido larga y festiva. El señor y la enfermera se miraron al disfrutar y ver que ella todo lo celebraba. Ella lo contagiaba todo con su bonita simpatía.
-- ¿Ese chiste es creación suya? – preguntó la muchacha en medio de las carcajadas.
-- Pues… contestó el señor.

Y todo comenzaba.

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